jueves, 2 de noviembre de 2017

Breve biografía de un bigote



Angustiado por el peso de la culpa, el hombrecillo del bigote renació –en sentido literal– de sus cenizas. Dispuesto a emprender grandes cambios, empezó por enmendar los errores del pasado: abortó la orden de hacer matar a su perrita Blondie y anuló su reciente y apresurado matrimonio, y a continuación abandonó su escondite bajo tierra con renovado espíritu.

Irritado por la visión de aquellas dramáticas escenas de sangre y destrucción, increpó a los soldados de uno y otro bando y propugnó a voces la necesidad de acabar cuanto antes con la contienda. Durante su viaje al pasado, el hombrecillo del bigote empezó a congeniar con quienes no pensaban o no eran como él, propugnó la igualdad entre todas las personas al margen de su raza, condenó cualquier tipo de asesinato –en especial los cometidos al dictado de sus órdenes en su primera vida–, quemó el manuscrito de su venenoso ensayo, retiró sus vehementes e incendiarios discursos realizados en oscuras cervecerías, borró su participación en cierto golpe de Estado y se inhibió de cualquier actividad política.

En definitiva: se afeitó el bigote.

Llegado a este punto, el hombrecillo sin bigote (gran amante de la música, la ópera, la arquitectura, la escultura y, por supuesto, la pintura) camina ahora feliz por las calles de la Viena de 1907, cargado de lienzos y pinceles, dispuesto a hacer un trascendental examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes.

En un acto de narcisismo, este joven (creemos recordar que Adolf Hitler es su nombre) piensa que su dedicación a la pintura marcará un antes y un después en la historia del siglo XX.

Francisco Rodríguez Criado


                       Autor: El hombrecillo sin bigote, 1910



                       Tu Es Partout - Edith Piaf  |  Saving Private Ryan





domingo, 22 de octubre de 2017

Más allá del muro


Más allá del muro está la libertad. Esta ciudad es gris, triste. Es una ciudad muerta desde que nos ocurrió aquello y levantaron un muro y nos encerraron dentro sin ninguna posibilidad de salir. Digo bien, nadie puede escapar de la ciudad, aunque todos anhelen saltar el muro, burlar la vigilancia, pero casi nadie se atreve y, los que lo hacen, mueren de un disparo o son perseguidos y atrapados por los vigilantes y sus perros.

Ahora pienso en Eliza. Ella fue la primera. Me ofreció su amor a cambio de huir juntos. Me negué argumentando que aquí nos agenciaríamos un reducto para vivir lo nuestro a espaldas de la realidad que nos rodea. Pero ella no aceptó y me miró, por primera vez, con una lástima soterrada. Un día se acercó al muro dispuesta a saltar. Trataba de huir para encontrar la libertad soñada. Quería caminar por los bosques que hay más allá del muro donde se espesan los árboles y nacen los caminos. Me dejó una nota donde exponía los motivos por los que huía de la ciudad. Los había enumerado ordenadamente. Era algo así como una nota meditada que trataba de justificarme su abandono, un intento por hacerme comprender que el conjunto de motivos que la impulsaban a huir tenían más peso que nuestro amor.

En su nota decía que había tomado esta decisión porque no soportaba el aire viciado que respirábamos a cada instante, por el miedo que leía en los ojos de la gente y porque no existían ilusiones que fabricar ni proyectos que llevar a cabo, que detrás del muro se podían encontrar distintos modos de vida. Creo que fue esto último lo que la decidió a intentarlo, lo sé porque era lo único que había escrito con tinta roja.

Ese arrojo que tuvo Eliza fue lo que animó a muchos otros a decidirse. Modos de vida, eso era, en realidad, lo que empujó a los demás a querer irse de un lugar donde la vida era siempre igual para todos. Y vuelvo a repetir que por esto último muchos han ido muriendo heroicamente. Yo también quiero morir, sí, quiero morir simplemente por Eliza. Al igual que ella todos los que intentan saltar el muro expresan en una simple nota los motivos que los mueven a querer arriesgarse. Sé que de no haber sido por esa nota que me dejó ella, todo habría seguido igual: nosotros encerrados en esta ciudad sombría y los guardias con sus perros feroces aburriéndose, esperando a que alguien lo intentara para dispararle y, de esta manera, justificar su salario. Dicen que son unos cabrones de mierda que se pelean por conseguir una víctima. Así ocurrió con Eliza, todos se la disputaban en cuanto la vieron intentar escalar el muro. Y ella, al poco rato, quedó allí tendida, muerta, y sin embargo con una sonrisa limpia en sus labios, como el que, al menos, acaba de intentar alcanzar una meta largamente anhelada. Ni un rastro de derrota en su rostro. Eliza era de las que pensaban que, en nuestra mezquina vida, todo había que intentarlo. Por eso pienso en Eliza, y por ella voy a intentar huir, en realidad voy a suicidarme. Sólo deseo morir en el mismo lugar donde ella cayó.

Fue un día igual a otros. Húmedo, opaco y gélido. Se encaminó con paso decidido por las calles solitarias. Cabizbajo, apenas saludó a algún convecino tan gris y anodino como él.

Otro que se encamina al muro, pensó al captar su aire resuelto, porque esta decisión significativa cubría el rostro del temerario de una euforia inusual. Bajó la pendiente, atravesó el pedregal y, al fondo, avistó el muro, que se alzaba temible, atemorizante. Ni siquiera se detuvo, tal fue su decisión. Tampoco miró a su alrededor, siguió caminando con la valentía inconsciente de quien lo tiene todo perdido. Pensó en algo inconcreto, en unos ojos que un día lo miraron de una forma recriminatoria que le removieron el alma, y también en que, en algún lugar, existía sin duda un aire limpio y algún reducto alegre y soleado.

El mundo detrás del muro es para los valientes, había oído decir, y la valentía asusta a los cobardes, sólo que él nunca fue un valiente, ni siquiera fue capaz de acompañar a Eliza.

Pero ahora sí. Ahora tenía que dar la talla. Cuando llegó al pie del muro, no se detuvo. Trepó y trepó hasta alcanzar el otro lado. Sorprendido de su proeza, trató de captar algún ruido, el ladrido de los perros, los avisos de alerta de los vigilantes, algo, pero el viento que provenía del bosque cercano era el único que lo llamaba. Incrédulo, y, reflexionando acerca del resultado de su valentía, se encaminó en dirección al bosque.

Pronto comenzó a saborear tímidamente el triunfo y la extraña sensación de sentirse libre, incluso experimentó cierta frustración por no haber conseguido su objetivo real. Estaba vivo sin querer. Las nubes se desgajaban a lo lejos y el sol brilló por encima de los árboles. El siguió caminando cada vez más deprisa, ya corría y pronto comenzó a enumerar y a mascar ese conjunto de motivos por los que ya quería seguir viviendo, incluso le pareció increíble haber pensado hacía un momento en lo contrario. Después de una larga caminata se encontró fuera de los límites del bosque. A lo lejos vio una casa rodeada por un jardín.

Las rosas florecían y los setos estaban bien cuidados. Cuando se acercó, frente a él estaba un niño que al verlo comenzó a gritar y a correr despavorido. Él lo siguió, trataba de decirle que era el primero en conseguir la ardua, peligrosa y terrible huida de una ciudad siniestra; quería transmitirle al chico la feliz ilusión del iluso.

Apenas notó el impacto. El hombre acababa de dispararle. Antes le había ordenado al niño que entrara en la casa y a él le gritó que no se acercara, pero no le hizo caso y siguió caminando mientras, con lágrimas en los ojos, exclamaba que lo había hecho por Eliza y por todos los que también lo intentaron sin éxito. Fue entonces cuando el hombre de la casa le disparó en medio de un terror en donde sobresalía la ávida codicia del que se quiere cobrar una pieza. Después de que se hubo asegurado que estaba muerto, hizo una llamada de emergencia. Temblaba de pies a cabeza, y, una vez que tiró el arma, descontrolado, se arrodilló junto al cuerpo inerte y  registró sus bolsillos. Sólo encontró una simple nota, estaba arrugada y empapada en sudor, en ella el fugitivo había escrito en rojo un nombre, sin duda el único motivo que lo había empujado a suicidarse.

Mely Rodríguez Salgado


                       High Park Pickets  -  Rob Gonsalves


                      Another Brick In The Wall, Part Two  -  Pink Floyd





lunes, 11 de septiembre de 2017

El viento



A comienzos de la estación seca veis a todos los pájaros remontarse muy alto por los aires. Dan vueltas, aletean, se abalanzan, se dejan caer, remontan el vuelo, se persiguen, infatigables, obstinados, como si quisieran despistar. Todas las mañanas se citan en el cielo, donde evolucionan por bandadas, juguetean y pían a cual más fuerte. Pero si los observáis más detenidamente, veréis que semejante torbellino de alas, plumas y trinos ensordecedores, que cualquiera podría tomar por una pelea, no está causado por los pájaros, sino por el viento, el viento que los lleva, el viento que los lanza, el viento que los sopla, los anima y los cansa.

Lo mismo ocurre a ras de suelo con eso que pasa levantando polvo, esa rápida bola de plumas, temblorosas, que no es el avestruz, sino el viento.

El viento.

El viento vive en la cumbre de una montaña muy alta. Vive en una gruta. Pero casi nunca está en casa, pues no puede estarse quieto. Siempre tiene que salir. Cuando está dentro, da voces y su cueva resuena en la lejanía como el trueno.

Cuando por casualidad se queda dos o tres días en su casa, tiene que dedicarse a hacer ejercicio.

Baila, brinca, salta sin ton ni son; le propina grandes arañazos a las piedras de silex, picotazos a las rocas, aletazos a su puerta, aunque la tierra se estremezca a lo lejos y el monte en que habita esté lleno de barrancos. Pero no debemos creer por eso que está enfurecido o que mide sus fuerzas, no. Se divierte. Juega. Eso es todo.

Hace tanto ejercicio que siempre tiene hambre. Por eso entra, sale, vuelve a casa y sale de nuevo.

Pero es todavía más impulsivo que glotón. Vuela hasta muy lejos para traer una semilla diminuta que deja caer antes de volver para abalanzarse sobre una piedra brillante que se dispone a depositar en su nido. Su casa está llena de conchas, chinas, de cosas atractivas e inútiles, un viejo trozo de hierro, un espejo. No hay nada que comer, nada bueno. Fuera, se come una mosca, la emprende con un plátano, desentierra una raíz de mandioca, sacude los árboles sin recoger las nueces, salta de los arrozales a los campos de mijo, revuelve el maíz, dispersa las habichuelas y las habas. Siempre distraído, pero con el ojo encendido por la codicia, suele comisquear todo sin llegar a alimentarse de forma seria. Por eso siempre tiene hambre.

Es un ser tan atolondrado que con frecuencia ignora el porqué de su salida y llega a olvidar su hambre. Entonces se pregunta:

-¿Por qué estoy dando vueltas en el aire?

Y se enfurece y destroza todo, las plantaciones y lo demás, y aterroriza a los hombres guarecidos en sus pueblos. Una vez que ha conseguido derribar la choza de paja del jefe, ya se encuentra satisfecho y se remonta muy alto por los aires.

Entonces se dice que planea.

El agua apenas se riza.

¿Habéis notado que el viento no tiene sombra, ni siquiera cuando merodea en torno al sol, en pleno mediodía?

Es un auténtico mago.

Por eso es inconstante.

Es el hijo de la Luna y el Sol.

Por eso nunca duerme y nunca se sabe cuando bromea, zascandilea o se enfada.

A fuerza de ir y venir, de dar vueltas y de regresar una y mil veces sobre sus pasos, nada se mueve en torno a su vivienda. Allí no hay más que piedras, piedras, arena y piedras movedizas. Es un espantoso desierto de calor y sed, y otra vez calor. Aquí es donde el viento juguetea como si tuviera hijos pequeños. Pero no tiene hijos. Vive solo. Y todas esas señales en la arena, las grandes y las pequeñas, las ha hecho el viento, bien posándose sobre sus patas, bien con la punta de las alas al desplazarse, y si os caéis en un hoyo, es también el viento quien lo hizo a propósito con un pico.

¡Buscad al viento! Pensaréis que está en una duna y estará en un barranco; lo buscaréis por los valles y estará en la cresta de una montaña. ¡Buscad al viento! Se reirá de vosotros en cada desfiladero, en cada pliegue del terreno, lejos o muy cerca, detrás de vosotros remolinea. ¿Qué forma tiene? Si rastreáis huellas en la arena, acabaréis como una tortuga. Pero el viento está en la tortuga. Él ríe. Es un tambor. Y si oís andar por las piedras, no es un lagarto, es el viento, sí, el viento.

Cuando el viento acaba por tener demasiado calor en su tierra, se marcha lejos y se deja caer en el mar. ¿Creéis acaso que saltan los peces? No, es el viento. ¿Una piragua que zozobra? No, es el viento.

¿Una nube?

¡Ya está aquí la lluvia!

¡Ya está aquí la lluvia!

¡El tiempo seco ha terminado!

¡Y es otra vez el viento!

Gracias, viento.




                       El Peine del Viento - Eduardo Chillida



                        Call Me The Breeze - Eric Clapton




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sábado, 2 de septiembre de 2017

El testamento


Se cuenta que un señor, por ignorancia o malicia, dejó al morir el siguiente escrito:


“Dejo mis bienes a mi sobrino Juan no a mi hermano Luis tampoco jamás se pagará la cuenta del sastre nunca de ningún modo para los Jesuitas todo lo dicho es mi deseo Facundo”.


Cuando se leyó el documento, las personas aludidas se atribuían la preferencia. Con el fin de resolver las dudas, acordaron que cada uno se llevara el escrito y le colocara la puntuación respectiva.

El sobrino Juan lo presentó de la siguiente forma:


“Dejo mis bienes a mi sobrino Juan, no a mi hermano Luis. Tampoco, jamás se pagará la cuenta del sastre. Nunca, de ningún modo para los Jesuitas. Todo lo dicho es mi deseo. Facundo”.


El hermano Luis presentó su reclamo de esta manera:


“¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? ¡No! A mi hermano Luis. Tampoco, jamás se pagará la cuenta del sastre. Nunca, de ningún modo para los Jesuitas. Todo lo dicho es mi deseo. Facundo”.


El sastre justificó su derecho como sigue:


“¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? No. ¿A mi hermano Luis? Tampoco, jamás. Se pagará la cuenta del sastre. Nunca, de ningún modo para los Jesuitas. Todo lo dicho es mi deseo. Facundo”.


Los Jesuitas consideraron que el documento debería interpretarse de la siguiente manera:


“¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? No. ¿A mi hermano Luis? Tampoco, jamás. ¿Se pagará la cuenta del sastre? Nunca, de ningún modo. Para los Jesuitas todo. Lo dicho es mi deseo. Facundo”.


Esta lectura ocasionó grandes escándalos y para poner orden, se acudió a la autoridad. Ésta consiguió establecer la calma y después de examinar el escrito, dijo en tono severo:

Señores, aquí se está tratando de cometer un fraude; la herencia pertenece al Estado, según las leyes; así lo aprueba esta interpretación:


“¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? No. ¿A mi hermano Luis? Tampoco. Jamás se pagará la cuenta del sastre. Nunca, de ningún modo, para los Jesuitas. Todo lo dicho es mi deseo. Facundo”.


En tal virtud, y no resultando herederos para la herencia, queda incautada en nombre del Estado, y se da por terminado este asunto.

Nota: el presente texto cuenta con numerosas versiones en la red. Desconozco al autor/a.

La lectora - Pierre Auguste Renoir, 1890


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domingo, 6 de agosto de 2017

Mi amigo Lucas


Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Se llama Lucas, usa lentes sin armazón y anda por los cuarenta años. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva que reluce.

Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra.

Habla con una vocecilla sutil, casi transparente de tan inaudible. Jamás ha interrumpido a nadie, pero no logra emitir más de dos palabras sin que lo interrumpan. Y se siente dichoso de haber podido pronunciar esas dos palabras.

Hace años que mi amigo Lucas está casado: con una mujer delgada, colérica, nerviosa; tiene voz aguda hasta lo insufrible, fuertes pulmones, nariz afilada y lengua de víbora; su temperamento es indomable, y su vocación, domadora.

Lucas —me gustaría saber cómo— se ha continuado en un niño. La madre lo bautizó Juan Facundo: es alto, rubio, flequilludo, atlético, inteligente, suspicaz, irónico y vigoroso. Él y su madre le asignan a Lucas un lugar nulo en el universo y, por ende, desoyen sus escasas e imperceptibles opiniones.

Lucas es el más antiguo y el menos importante de los empleados de una lúgubre compañía importadora de tejidos. Es una casa muy oscura, con pisos de madera negra, ubicada en la calle Alsina. El dueño se llama don Aqueróntido: hombre de bigotes feroces, de pelo hirsuto, de voz atronadora, violento, avaro. Mi amigo Lucas se presenta vestido de negro, con un traje muy viejo, brilloso de tanto uso. Sólo posee una camisa, con anacrónico cuello de plástico. Y una sola corbata: tan deshilachada, que parece un cordón de zapatos. Incapaz de resistir la mirada de don Aqueróntido, Lucas no se atreve a trabajar sin saco y se coloca un par de sobremangas grises para preservarlo. Su salario es irrisoriamente bajo: no obstante, Lucas permanece todos los días trabajando tres o cuatro horas de más, pues la tarea que le ha asignado don Aqueróntido es tan desmesurada, que no alcanzaría a realizarse en el horario normal.

Justamente ahora —cuando don Aqueróntido acaba una vez más de rebajarle el sueldo— la mujer ha decidido que Juan Facundo no cumpla sus estudios secundarios en un colegio estatal y gratuito. Ha preferido inscribirlo en un instituto muy costoso del barrio de Belgrano. Ante esta derogación, Lucas ha dejado de comprar las Selecciones del Reader’s Digest, que constituían su lectura predilecta (en el último artículo que leyó una psicóloga exhortaba al marido a autorreprimir la propia personalidad avasallante para no entorpecer la realización personal de su esposa y sus hijos).

Pero, apenas sube a un colectivo, Lucas suele proceder así: Pide el boleto y empieza lentamente a buscar el dinero, manteniendo al chofer con la mano extendida y en un estado de incertidumbre. Lucas no se apresura en absoluto: es posible que la impaciencia del conductor le cause placer. Luego paga con la mayor cantidad posible de monedas de escaso valor, entregándolas de a poco, en cantidades distintas y a intervalos irregulares. Esto perturba al chofer, pues, además de estar atento al tránsito, a los semáforos, a los pasajeros que suben y bajan, y al manejo del vehículo, debe simultáneamente efectuar cálculos aritméticos. Lucas agrava sus problemas incluyendo en el pago una vieja moneda paraguaya que conserva con tal propósito y que le es invariablemente devuelta en cada ocasión.

Así, suelen cometerse errores en las cuentas y, entonces, entablada la discusión, Lucas defiende sus derechos con razonamientos contradictorios y absurdos, de tal modo que nadie sabe qué argumenta en realidad. El colectivero suele terminar, en tácita rendición, por arrojar las monedas a la calle —tal vez para no arrojar a Lucas o arrojarse él mismo—.

Cuando llega el invierno, Lucas viaja con la ventanilla abierta de par en par. El primer perjudicado es él: ha contraído una tos crónica que a menudo le hace pasar las noches en vela.

Durante el verano, cierra herméticamente la ventanilla y deja que el sol pegue en el vidrio y multiplique su calor: de esta manera, más de una vez ha sufrido quemaduras de primer grado.

Lucas tiene prohibido el tabaco y, en realidad, fumar le resulta insoportable. Pero en el colectivo enciende un cigarro gordo, barato y de espantoso olor que produce ahogos y toses.

Cuando baja, lo apaga y lo guarda para el próximo viaje.

Lucas es una personita sedentaria y escuálida: jamás le interesaron los deportes. Sin embargo, los sábados a la noche sintoniza su radio portátil, dándole el máximo volumen, para escuchar el boxeo. El domingo lo dedica al fútbol, y tortura a los demás viajeros con estruendosas trasmisiones.

El asiento del fondo es para cinco personas: Lucas, a pesar de su pequeño tamaño, se ubica de modo que sólo quepan cuatro y aun tres. Si hay cuatro sentados y Lucas está de pie, exige permiso con tono de indignación y de reproche, y se sienta con las manos en los bolsillos del pantalón, de manera tal que sus codos quedan incrustados en las costillas de sus aláteres.

Cuando viaja de pie, lo hace con el saco desabotonado, procurando que el borde inferior pegue en el rostro o en los ojos del que está sentado.

Si alguien se halla leyendo, pronto se convierte en presa de Lucas: para hacerle sombra coloca la cabeza bajo la lamparilla. A intervalos, la retira, como por azar; el lector devora con ansiedad una o dos palabras, y allí, incansable, vuelve Lucas al ataque.

Mi amigo Lucas conoce la hora en que el colectivo se halla más atestado. Antes de subir, ingiere un emparedado de salame y roquefort, y bebe un vaso de vino tinto ordinario. En seguida, con los restos del pan mascado y del fiambre y el queso entre los dientes, y con la boca bien abierta, recorre el vehículo pidiendo enérgicamente permiso.

Si se acomoda en el primer asiento, no lo cede a nadie. Pero, si se halla en los últimos y sube un anciano enclenque o una mujer con un bebé en brazos, Lucas —sin perder un segundo— se levanta con celeridad y los llama a grandes voces, ofreciéndoles su lugar. Ya de pie, expone un comentario recriminatorio contra los que permanecieron sentados. Su elocuencia es abrumadora: varios pasajeros, mortalmente avergonzados, descienden siempre en la siguiente esquina. Al instante, Lucas ocupa el mejor de esos asientos libres.

Mi amigo Lucas se apea de muy buen humor. Camina hacia su casa con timidez y por el cordón de la vereda. Como carece de llave, tiene que tocar el timbre. Si en la casa hay alguien, rara vez se niegan a abrirle. En cambio, si su mujer, su hijo o don Aqueróntido no se encuentran, Lucas se sienta en el umbral a esperar que regresen.

Fernando Sorrentino (Argentina, 1942)


     El Mandril - Franz Marc, 1913



sábado, 5 de agosto de 2017

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza


Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.

No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.

En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): él siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.

De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.

Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: “Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza.” Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.

Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.

Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: “¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza? ”. Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.

Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.

Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.

Con todo, nuestras relaciones no siempre has sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.

Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.

Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.

Fernando Sorrentino (Argentina, 1942)


The Silly Walks Song - Monty Python





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lunes, 31 de julio de 2017

Fiesta de disfraces


Les voy a contar una historia que les parecerá increíble. Una vez cacé un alce. Me fui de cacería a los bosques de Nueva York y cacé un alce.

Así que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y emprendí el regreso a casa por la carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era que la bala no le había penetrado en la cabeza; sólo le había rozado el cráneo y lo había dejado inconsciente.

Justo cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de New York hay una ley que prohíbe llevar un alce vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo tremendo…

De pronto recordé que unos amigos celebraban una fiesta de disfraces. Iré allí, me dije. Llevaré el alce y me desprenderé de él en la fiesta. Ya no sería responsabilidad mía. Así que me dirigí a la casa de la fiesta y llamé a la puerta. El alce estaba tranquilo a mi lado. Cuando el anfitrión abrió lo saludé: “Hola, ya conoces a los Solomon”. Entramos. El alce se incorporó a la fiesta. Le fue muy bien. Ligó y todo. Otro tipo se pasó hora y media tratando de venderle un seguro.

Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los Berkowitz. Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el estado de Nueva York hay una ley que los martes, los jueves y muy especialmente los sábados…

A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva York. Pero les salió el tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.

Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos de la mañana en mi vestíbulo.

Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.

- Woody Allen



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miércoles, 19 de julio de 2017

La obra maestra


  El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:

- ¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.

Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello solo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que camina no creer al que vuela.

- Álvaro Yunque





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viernes, 14 de julio de 2017

The Wayside Chapel


 
Jack Paar era un comediante estadounidense que destacó en radio y televisión. Hoy es recordado por haber presentado el programa The Tonight Show de la NBC desde julio de 1957 hasta marzo de 1962. Uno de los momentos más evocados por el público estadounidense, fue el de la polémica surgida cuando Paar insistió en grabar un chiste relacionado con váteres a pesar de haber sido advertido por la cadena de que no lo hiciera.

Tras quedar claro que la cadena no emitiría el chiste (censurándolo por "mal gusto") el 11 de febrero de 1960, Paar abandonó el programa en vivo y en directo. Finalmente la dirección de la cadena le readmitió casi un mes después. Entonces mirando a la cámara, prosiguió diciendo: "Tal como dije antes de que fuera interrumpido...". La audiencia, que lo adoraba, explotó en vítores y aplausos. ¿Pero en que consistía aquel chiste?  A eso vamos:


"Una mujer inglesa de visita en Suiza, busca una habitación para hospedarse en verano, por lo que se dirige a un maestro de escuela y le pide que le recomiende alguna. Tras visitar juntos varias habitaciones, finalmente la dama eligió la que más le complacía, tras lo cual regresó a su hogar para iniciar los preparativos del viaje. Pero cuando llegó a casa, se acordó de que en la habitación elegida no había visto ningún W.C. (water closet, un eufemismo británico del que deriva nuestro "váter") así que le escribió inmediatamente una nota al maestro preguntándole si había algún "W.C." próximo a la habitación.
 
El profesor, cuyo nivel de inglés no era demasiado alto, le pide ayuda al cura de la parroquia para ver si juntos logran descifrar el significado de las letras "W.C.". Finalmente, la única solución que se les ocurre a ambos es que debe tratarse de las siglas de la Capilla de Wayside (en inglés Wayside Chapel = W.C.). Por lo que el profesor de escuela le envía esta nota de vuelta a la dama inglesa:


Querida señora:

Es para mi un gran placer informarle que el W.C. está situado a nueve millas de la casa que ocupará, ubicado en el centro de un precioso pinar rodeado por campos delicados. Es capaz de dar cobijo a 229 personas y sólo abre el domingo y el jueves. Dado que se espera la afluencia de un gran número de personas durante los meses de verano, le sugiero que vaya a visitarlo muy temprano: aunque normalmente hay mucho espacio libre para asistir de pie. Sin duda estará usted encantada de saber que hay mucha gente que antes de visitarlo se lleva el almuerzo y pasa la mañana allí. Otros en cambio, que no pueden procurarse un automóvil, llegan realmente con el tiempo justo. Le recomiendo especialmente que acuda el jueves, ya que ese día los actos reciben acompañamiento musical. Tal vez le interese saber que mi hija se casó en el W.C. y que de hecho fue allí donde conoció a su marido. ¡Oh! aún puedo recordar los apuros de la gente aquel día por encontrar asiento. Podríamos decir que había casi 10 personas ocupando el asiento que normalmente sirve a una sola persona. Fue realmente precioso observar las expresiones de sus rostros. La última atracción consiste en una campana donada por un residente adinerado del distrito. Suena cada vez que entra una persona. Hemos organizado una venta benéfica para conseguir asientos para todo el mundo, ya que sentimos que esta es una necesidad que debe ser cubierta. Mi mujer está bastante delicada, por lo que no puede asistir regularmente. Me encantaría reservarle el mejor sitio, si así lo desea; un lugar desde el que todos puedan observarla. En cuanto a los niños, existe una zona y un horario especial para ellos, de modo que no puedan molestar a los ancianos. Me despido con la esperanza de haber resultado de ayuda.

Sinceramente,

El maestro de escuela"





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martes, 27 de junio de 2017

El don Juan que se llamaba Pedro




    Pedro de Valdivia estaba ya fuera de peligro... Pero nunca había estado tan grave.

Parecía tener diez años más, como las pirámides de Egipto y los niños precoces; la invasión de cabellos grises había saltado los límites tolerables de las sienes; sus ojos carecían de brillo en absoluto, y ni su cuerpo se erguía con la gallardía de antes, ni su cerebro funcionaba con el empuje habitual.

Era igual que una de esas ruinas románicas perdidas en el campo, que utilizan los gobiernos para exacerbar el turismo y los pastores para guardar el ganado.

Y Ramón (su criado) se preguntaba cómo resucitarle. Valdivia, a semejanza de don Felipe el Hermoso, no tenía ningún interés en resucitar. Lo miraba todo con esa inexpresión del que vive en un mundo distinto o del que ha recibido un estacazo en la base del cráneo. Ramón convino con Camila, Gela, Tatiana, Lilí, Germaine y Denise que lo visitaran, pero fueron sucesivamente rechazadas por él.

Camila y Gela.

A las alemanas les tocó el primer turno.

-¿Qué te ocurre, liebling?

-¿Qué te ocurré, schatz?

-¿Es que ya no te gustamos?

-Precisamente -contestó él-. Estáis tan rubias y tan espumosas que parecéis dos jarras de cerveza.

Y cuando las convenció de que parecían jarras de cerveza, "las despachó" (que es lo que siempre se hace con las jarras de cerveza).


Tatiana.

La rusa había intentado atraérselo poniendo en juego toda su sensibilidad eslava, presentándose ante él con la rubaschka abierta, llevando al aire sus senos (sus senos, que eran como porteros de cabaret: dos, morenos, erguidos y colocados a derecha e izquierda) e invitándole:

-¡Míralos, Pedro!...

-Los veo.

-En nuestra primera noche de amor dijiste de ellos que eran las bocinas de mi sensualidad... ¡Ven!
¡Toca!...

Y él contestó:

-Gracias. No soy chófer.

Lilí.

Lilí, la españolita, le lloró -como de costumbre- y quiso emocionarle recordándole que por él había perdido su virginidad.

-¿Qué podré hacer ahora? -sollozó.

-Busca otro hombre y procura perder tu virginidad de nuevo. Será la octava vez que la pierdas, pero acaso tengas éxito esta vez.

Germaine.

Germaine, la más humilde y más niña de todas, apoyó la cabeza en su hombro mirando al cielo, y susurró, como la noche en que se le había entregado:

-Explícame las estrellas, mon chèri...

Y él contestó con aire de antiguo miliciano:

-Una en la manga, alférez; dos, teniente; tres, capitán. Una en la bocamanga, comandante; dos, teniente coronel; tres, coronel...

Y Germaine se retiró a sus habitaciones, llorando en silencio.

Denise

Denise se abrazó a él, declarando:

-Te lo perdono todo... El que me engañaras con aquella mujer del tren, y el que me hayas engañado con Tatiana, y con Camila, y con Gela, y con Lilí, y con Germaine...

Él replicó, llevándola hacia la escalera:

-Pues yo no te perdono a ti nada... Ni el que me quieras, ni el que engañes a tu marido, ni el que seas linda, ni el que seas mujer...

Y cerró la puerta pasando el cerrojillo.


Enrique Jardiel Poncela. "Pero... ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?" 
Cuarta Parte, Capítulo 3, Escena 13. Madrid. 1930



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lunes, 5 de junio de 2017

El coleccionista de muelas


Abra la boca, más, un poco más, así. No se mueva… 




Ya sólo podía resignarme y obedecer. Aquel pobre hombre parecía ir en serio. Y ya se sabe, con esta gente lo mejor es no enfrentarse; lo mismo pueden echarse a llorar que rebanarte el cuello con el abrecartas. Y en un periquete te ves ensuciando tu propia consulta igual que un pez recién pescado que colea ensangrentando la popa de un yate. Y a ver qué dirá luego la amargada de la limpieza, que yo tan maniático e hipocondríaco no podía morirme sin hacer una escenita al final. “¿Y quién lo paga? La doña Remedios. Claro”.


¿Qué está pensando? ¿De qué se ríe doctor? Se pensará usted que estoy de broma…


Con ese traje que le queda como a un mono la gabardina, se creerá éste que da algún respeto, pensé. De ninguna manera, no me río, y si lo he hecho discúlpeme, ha sido un rictus inconsciente por la situación en la que me encuentro, la del entrevistador entrevistado ¿no?
No parecía satisfecho con la salida, lo mejor en adelante iba a ser ahorrar saliva. Llegó tieso como un palo, la cara mala como leche cortada, el pelo pegajosamente aplastado y la ropa arrugada de varios días. Su boca merece un capítulo aparte pues en mi larga carrera odontológica nunca había visto una dentadura en estado tan deplorable. Salvo por eso, no es que fuera poco común el tipo, pero cuando le examiné y le mencioné los precios, reaccionó de un modo que me puso en alerta: ¡que no, que me quite la mano de encima! Usted no me toca, quítese de ahí, quiero levantarme… Cuando creí que se marchaba dio dos vueltas a las llaves de la puerta, se las metió en el bolsillo y me amenazó con su abrecartas.


Le he dicho que se esté quietecito en la camilla y abra la boca, ¿no me oye? Quédese así, que no le va a doler nada. Ni se va a enterar…


¿Enterarme? ¿De qué quería éste desgraciado que me enterase? Reconozco que a pesar de su aspecto enfermizo empezaba a intimidarme. Pensaba que si le daba un empujón se rompería como una figurita de barro contra la pared, pero ¿y si me equivocaba y demostraba tener más fuerza que yo? Pensé en gritar pero Mercedes esa tarde se había marchado temprano; nadie me oiría. Y de hacerlo, ¿alguien se molestaría en llamar a la policía? Todo aquello me parecía patético.

¡Un hombre desvaído como un recuerdo, y un dentista corpulento y relamido como yo arrinconado en su propia camilla! Prefiriendo no estropear las cosas intenté tranquilizarme, en parte intrigado por lo que aquel raro personaje pretendía obtener de mí.
Cogió mis guantes de látex y torpemente alcanzó a ponérselos. Acto seguido se dirigió a la mesa del instrumental y después de vacilar un tiempo, se decidió por el espejo. Adquirió entonces una expresión severa y concentrada y acercando sus hundidos ojos a mi cara, introdujo el espejito en mi boca; con sumo cuidado y gracias a Dios sin tocarme siquiera, la exploró concienzudamente; me di cuenta de que buscaba algo en concreto, igual que cuando los dentistas buscamos caries como si fuesen minas de oro. ¿Y por qué no pensarlo? Lo eran…

¿Qué?, ¿nervioso? Ahora va a saber lo que se siente cuando se está ahí abajo. Yo le debo mucho a los dentistas. Mire qué boca más sana tengo. He recorrido hasta cinco consultas y en todas han querido desplumarme. Ya estaba desesperado… Desde luego aquella boca parecía un xilófono desordenado; arreglar aquel estropicio sólo era posible con tiempo y mucho dinero.
Mi deber, no, mi obligación en aquellas circunstancias era aligerar la gravedad del asunto y darle sutilmente a aquél pájaro, una solución convincente para escurrir el bulto cuanto antes. Mire, yo soy un gran profesional, no sé qué se propone hacer pero le diré que lo suyo con cirugía puede arreglarse perfectamente, y si me lo permite, yo haré gustoso ese trabajo reduciendo los costes al máximo posible.


Claro, ¿quiere que me lo piense? Pues no. Abra la boca, esa muela que tiene ahí detrás es de oro, ¿no? Vamos a ver si lo solucionamos pacíficamente. Yo he visto a muchos dentistas trabajar no se preocupe.


Y me preocupé. Acto seguido regresó a la mesa de instrumental, dejó el espejo y fue por el Cedeta, un sofisticado método de anestesia electrónico que puede regular el propio paciente pero que requiere de unas instrucciones previas que mi amigo, claramente, no parecía dispuesto a estudiar. Eso que está cogiendo no es un juguete y, si me lo permite, me parece que esto ya está llegando demasiado lejos; le ruego que me deje levantarme y negociar… No me dejó terminar; para mi sorpresa colocó el aparato en mi regazo justo en la posición adecuada, las almohadillas sobre los dorsos de las manos y me pegó el receptor en la encía. Me dijo: Ahora, si no quiere empeorar las cosas, procure no hablar, regule la intensidad hasta que note un cosquilleo y espere; si tiene algún problema déle al botón que tiene al alcance de su pulgar izquierdo. ¿Sorprendido?

Obviamente yo conocía el tratamiento pero me quedé perplejo de que el individuo aquél se desenvolviera tan bien con un sistema relativamente nuevo. Asentí incrédulo y una vez más obedecí; aturdido por la situación accioné la rueda del dispositivo como por inercia. Cuando la pantalla del Cedeta indicaba 1.5 percibí un ligero cosquilleo en la encía y me detuve; unos segundos más tarde reanudé el proceso hasta lograr el nivel de anestesia más cómodo que se situó en torno al 5.0.
El hormigueo fue apoderándose de la zona hasta insensibilizarla totalmente y, sumido en aquel trance, reapareció aquel perturbado instruido seguramente a través de algún curso barato a distancia. Sujetaba con firmeza unas tenazas de espanto que sólo Dios sabe de dónde se había sacado y me las metió en la boca.

El desenlace de mi historia se precipitó en segundos. Zafiamente tiró de mi preciada pepita y la arrancó, vaya si la arrancó. Todavía recuerdo su cara de entusiasmo al verse convertido en el personaje que tanto había temido y odiado, sujetando entre sus manos la poderosa herramienta donde exponía con soberbia el reluciente símbolo de su triunfo: mi muela de oro.
Acto seguido dejó las tenazas sobre una mesa y me desembarazó del anestésico. Tomó la manguera de enjuague y me la pasó para que me lavara la sangre que brotaba de la herida. Después, simplemente recuperó la muela de la mesa, la protegió consideradamente entre un algodón y se la guardó en el bolsillo.


Alcancé a ver, todavía consternado, como se acercaba a la puerta, sacaba las llaves y la abría, se giraba, me miraba un último instante y decía: Es probable que aún no asimile lo que acaba de ocurrir en su consulta; para ayudarle un poco le diré que pienso recopilar todos los dientes y muelas de oro de cuantos dentistas han querido estafarme, hasta comprarme una dentadura nueva, y si es de oro mejor que mejor. Ha sido usted mi primera víctima y un buen paciente; corra la voz, de ahora en adelante los dentistas de esta ciudad tienen un nuevo enemigo declarado. 

Alberto Pereiras Varela  





miércoles, 24 de mayo de 2017

Escenas de amor



No me gustan las escenas de amor en público por algo que le pasó a un amigo de la escuela a los 12 ó 13 años. Se llamaba Gastón Cupi y me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa: era siempre una aventura. En mi casa todo era normal; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema, ni mucho menos hacerles cierta clase de chistes. En cambio los padres de Gastón Cupi todavía no habían madurado tanto, eran viejos de treinta y pico pero parecían más jóvenes.

Escuchaban otra música y compraban otros muebles. Mis padres tenían muebles aburridos, marrones y bastante comunes. Los padres de Gastón tenían sillones de colores y mesas bajitas y velas prendidas. Mis padres oían a Palito Ortega. Los padres de Gastón escuchaban a Spinetta. Y además eran muy graciosos. No graciosos entre ellos y serios con el hijo, como en algunas familias, sino graciosos entre los tres. Se pasaban el día haciéndose chistes.

Me encantaba ir a esa casa.

Gastón Cupi, mi compañero, le sacaba la silla a la mamá para que se cayera de culo al suelo, el papá se ponía sangre con ketchup en la cara y se tiraba por las escaleras para hacerse el muerto, la mamá abría la boca y mostraba la comida masticada en la mesa para que los otros tuvieran arcadas, y terminaban siempre los tres muriéndose de la risa. Ellos mismos le decían escenas a esas actividades que hacían. Y empezaban con cualquier idiotez.

Por ejemplo, una vez descubrieron que Gastón no soportaba ver cosas de amor en la tele, ni oír cosas de amor: se tapaba los ojos, giraba la cara, o se iba del comedor haciendo puaj con muchas jotas. Estaba justo en la edad donde el amor da un poco de asco.

Cuando descubrieron esto, los padres de Gastón Cupi empezaron a hacer escenas de amor a propósito. Se decían cosas cursis en la mesa, como por ejemplo «te amo tanto, mi pedacito de canelón con salsa» y Gastón cerraba los puños, y apretaba los dientes, y revoleaba los ojos para todos lados. Un poco porque le daba repugnancia en serio, pero sobre todo para hacer reír a su mamá y a su papá.

Cuanto más romántica era la escena, más escándalo hacía Gastón.

El juego era solamente eso: ver quién inventaba la escena de amor más ridícula, y ver cómo Gastón se hacía el incómodo al verla.

Tenían muchas otras escenas, pero las de amor eran las más divertidas cuando Gastón tenía 12 ó 13 años.



Con el tiempo Gastón se aburrió, o se quiso hacer el superado, y empezó a mirar las escenas de amor sin poner ninguna cara. Entonces los padres redoblaron la apuesta: se daban besos en la boca con lengua, o el papá le decía a la mamá «ay, qué lindas tetitas que tenés», o ella se hacía la sexi, y Gastón volvía a hacer caras y a decir puaj con muchas jotas.

Siempre fueron los tres muy graciosos.

Una vez estaban en una pizzería que queda en el centro del pueblo donde vivíamos todos. La mejor pizzería, siempre muy llena de gente en las mesas de la calle. Los padres de Gastón empezaron un escena de besuqueos, pero él se quedó con cara de piedra, sin mostrar asco ni nada.

El papá ya tenía una idea para cuando pasara eso. Se acercó a su hijo.

«Dame un beso en la boca, Gastón, te amo con mucha locura», le dijo, y la mamá escupió la cocacola por la nariz de la risa que le dio.

Gastón también quería reírse, pero se aguantó. Fue tan bueno el chiste del padre que, como premio, Gastón puso una tremenda cara de asco, como de chupar limón. Cuando la mamá fue al baño a limpiarse la mancha de cocacola, no vio que en la mesa de atrás comían pizza dos policías. Gastón y su papá tampoco los vieron, porque seguían metidos en sus personajes: «Dame un beso en la boca, quiero tu lengua en mi esófago», decía el padre, y le agarraba la cara al hijo con las dos manos, acercándole la trompa. Para peor, el papá de Gastón era barbudo.

Y Gastón, concentrado en su papel, gritaba: «¡Me da asco, señor, qué pretende usted de mí!».

El chiste hubiera sido genial, pero los dos policías no conocían las escenas de amor de la familia Cupi, y como pensaron que Gastón estaba en peligro de verdad, uno de los policías desenfundó su arma y el otro se tiró encima del papá Gastón para meterlo preso. Fue un desastre.

Cuando la mamá volvió del baño vio a su marido con las manos contra la pared, un montón de gente alrededor haciendo que no con la cabeza, y a Gastón gritando: «¡No le hagan nada! ¡No es un extraño, es mi papá!».

Esa explicación hizo enojar todavía más a los policías. ¡Cómo un padre va a querer besar en la boca a su propio hijo! Y esposaron al papá de Gastón. La gente empezó a mover la cabeza más fuerte y decían todos «qué barbaridad» como si fueran palomas.

La mamá llegó jadeando del baño: «¡Estamos los tres de acuerdo!», dijo, «¡es una cosa que hacemos siempre!».

Al oír eso, uno de los policías dio un paso al frente y esposó también a la mamá. Gastón miraba todo llorando: «¡Mis papás se besan solamente entre ellos, a mí no me besan nunca!», gritó el chico. Y todas las palomas dijeron ohhhh con grandísima compasión, y miraron con mucha más rabia a los padres.

Gastón no sabía cómo explicarlo mejor: «¡A veces papá le toca las tetas a mamá adelante mío, pero es para que me dé asco, es un juego que tenemos!», sollozó.

Y eso fue la gota que colmó el vaso. De pronto se levantó una señora que estaba en la pizzería y dijo, mientras mostraba una credencial: «Soy asistente social, hay que llevar a este niño a un orfanato... ¡Urgente!».

La señora se acercó a Gastón, lo envolvió entre sus brazos para que no tuviera frío, y mientras los policías metían a los papás en un patrullero, la señora le dijo a Gastón: «Vos no te preocupes por nada, mi vida», y le dio un beso lleno de ternura, y de maquillaje, y de restos de pizza cuatro quesos.

Y ese beso a Gastón sí le dio muchísimo, pero muchísimo, pero muchísimo asco.

- Hernan Casciari


                       El beso  -  Marc Chagall





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domingo, 14 de mayo de 2017

El Rey enamorado


A continuacion un fragmento del Drama "Enrique VI" de William Shakenends.

Escena septima del cuadro tercero del acto primero.

El Rey Enrique VI ha rezado la novena en su cuarto y despues de unos
segundos atraviesa la quinta.

Recitado:

- Ven juglar, acerquémonos al balcón de María
para darle una serenata.

María, María, mírala
que beya plebella,
¿debo abdicar al trono por amor a ella?

¿Vale acaso más una fría corona
que un solo reflejo de sol
en los dorados cabellos de María Blessing?

- Y, mas o menos

- Oh, oh dolientes espíritus,
oh sempiternos gemidos
acudid en mi ayuda,
decidme que debo hacer
en este momento aciago...
así hago algo.

Maria, Maria, la corona, ¡¡la corona!!

Pero que importa una corona,
si el resto de la dentadura esta sana
el trono, la gloria vana,
el oropel vacuo,
ah, mira juglar, mira la estatua
que me inmortaliza sobre brioso corcel,
yo y mi vanidad, ordené que gastaran los dineros del reino
en una estatua ecuestre,
cuestre lo que cuestre.

Mira, mira las Figuras,
el Rey, el Caballo, solo falta la Sota,
el Poder, el Trono, el Trono o Maria,
al fin y al cabo, el Trono lo quiero para posarme sobre el,
y satisfacer mis deseos,
los más sublimes y los más perversos,
en cambio a María la quiero para ....
caramba, ¡que coincidencia!

Ven juglar, ven,
ven, acércate, mira,
quisiera cantarle a María,
pero el destino me ha castigado con dura mano
en mi inspiración musical,
ruegote, ponle música a mis inspirados versos a María.

DIÁLOGO CANTABLE

REY: Por ser fuente de dulzura

JUGLAR: Por ser fuente de dulzura

R: Por ser de rosas un ramo

J: Por ser de rosas un ramo

R: Por ser nido de ternura, oh María, yo te amo

J: Por ser nido de ternura, oh María, yo te amo

(breves palabras del Rey al Juglar, en voz baja)

J: Oh María, el la ama.

R: Ámame como yo te amo a ti,

J: Amelo como él la ama a Usted,

R: Y los demás envidiaran nuestro amor,

J: Mmm... todos nosotros envidiaremos el amor de ustedes,

R: Oh mi amor, María mía,

J: Oh su amor, María suya,

R: Mi brillante, mi rubí

J: Su brillante su rubí,

R: Mi canción, mi poesía, nunca te olvides de mi,

J: Su canción, su poesía, nunca se olvide de su

R: Tu estas encima de todas las cosas, mi vida

J: Usted esta encima de todas las cosas subida

R: Eres mi sana alegría,

J: Usted es Susana, eh, María, alegría

R: Mi amor,

J: Su amor,

R: Mi tesoro

J: Su tesoro,

R: Mímame

J: Súmame

J: Súmelo

R: Tanto tu te me metes en lo mas hondo de mi

J: Tanto Usted...

R: que ya no se si soy de mi o si soy de ti

J: Tanto Usted...

R: si tu me amaras a mi amarías en mi aquello que amamos nosotros

J: Tanto Usted....

R: y envidiáis vosotros y ellos...

J: .... ¡Amelo!

R: Cuando miras con desdén,

J: Cuando mira con desdén,

R: Pareces fría, sujeta,

J: Parece fría, su... , su cara,

R: Por ser tan grandes tus dones, no caben en mi, mi bien,

J: Por ser tan grandes sus dones, no caben en su sutien

R: ¡¡¡NO!!! ¡¡¡NO!!!

J: ¡¡¡NO!!! ¡¡¡NO!!!

R: Tunante,

J: Sunante,

R: Miserable,

J: Suserable,

R: ¡Guardias, a mi!

J: ¡Guardias, a el!

(Los guardias se llevan al Rey entre medio de protestas del mismo)





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