El último sainete


Dramaturgo, funcionario y mártir: Muñoz Seca, autor de La venganza de don Mendo


Madrid. Agosto de 1918


Los señores de Peláez, acompañados por sus seis hijos, Luisito González —el pretendiente de su hija mayor— la niñera de su último retoño y el cabo de gastadores, que rondaba a la susodicha, se sentaron —bueno, invadieron— la terraza de uno de los quioscos que, bajo los árboles, jalonaban el paseo del Prado; dieron dinero a los pequeños para que jugaran a los barquillos; mandaron a la niñera y al gastador que les vigilaran atentamente; pidieron tres vasos de horchata y uno de agua de cebada; y, sin abrir la boca, observaron detenidamente a aquel perillán que se había empeñado en rondar a su hija.

El muchacho se sentía muy agobiado porque, a pesar del calor que hacía aquella tarde, iba embutido en el traje de los domingos y era la primera vez que había sido admitido en el círculo familiar de su novia, después de haber pedido a sus padres permiso para cortejarla.

Bajo aquella severa e inquisitiva mirada, se sentía muy incómodo; el almidonado cuello de la camisa y la pajarita le apretaban el gaznate hasta dejarlo casi sin respiración; le torturaba el silencio espectral de sus futuros suegros, y que no se le ocurriera nada con que iniciar una conversación amistosa que les convenciera de que era el candidato ideal para pedir la mano de Paloma…

Luisito González había llegado a ese punto de congoja porque sus padres —dueños de una tienda de telas cerca del Arco de Cuchilleros— le habían presionado para que hiciera la corte a Palomita, porque les interesaba llegar a un rápido acuerdo comercial con los Peláez —propietarios de una sastrería de postín en la calle Carretas—; pero al chico fingir interés por una señorita de buena familia, a la que se había declarado solo pensando en su solvencia económica, era una situación que le resultaba tan bochornosa que no le inspiraba ningún tema de conversación…

Delante de los veladores pasó un grupo de jóvenes con gorra de visera y bigotes retorcidos, siguiendo una bandada de mocitas ataviadas con mantones de manila sobre batas de crespón, que se reían de sus galanes…

Y él ahí, de pollo pera, con el pelo engominado y pasando más calor que un recluta destinado en Tetuán; y sin saber qué decir, que era lo peor.

Echó de menos las verbenas de los barrios, con su olor a churros y su música de organillos; pero en vez festejar a San Lorenzo bailando un chotis con una modistilla, estaba sentado en un velador, dándose aire con el sombrero de paja.

Atravesó el bulevar una aguadora ambulante, con el cántaro en la cadera y la vasera en la mano, pregonando que traía agua fresa de la fuente El Berro.

Luisito pensó que el paseo de Recoletos a esas horas de la tarde parecía una escena sacada de la zarzuela Agua, azucarillos y aguardiente…

Entonces le vino una idea: hablar de teatro. Sus padres le habían dicho que a los Peláez les encantaban las obras de Carlos Arniches, los hermanos Álvarez Quintero, Muñoz Seca; en fin, que les gustaban las comedias y sainetes, porque se aburrían mucho con los dramaturgos serios como Benavente y Valle-Inclán…

—¿Han visto ustedes la última comedia de don Pedro Muñoz Seca? —inquirió, dándoselas de hombre de mundo.

La madre de Palomita esbozó una sonrisa condescendiente detrás del abanico. ¡Por fin el chico había abierto la boca; a ver por dónde salía! El padre se atusó el bigote, sin dejarse impresionar:

—¿Cuál de ellas, pollo? El señor Muñoz Seca ha estrenado catorce obras este año.

—Me refiero a…, me refiero a… La venganza de don Mendo… Estuve en el estreno con mis padres y mi hermana… Es muy divertida… —balbuceó Luis, recogiendo velas, temiendo haber metido la pata hasta el corvejón.

—¿De qué va?— preguntó la madre, para darle ánimos.

—Es una parodia de un drama medieval. Buenísima, se lo aseguro. Se trata de un caballero que…

—Que escala el torreón de un castillo y seduce a la hija del conde... ¡Cuidado, pollo, que el tal don Mendo terminó en la mazmorra, a punto de ser emparedado! —rugió el padre de Paloma.

El muchacho intentó aflojarse el cuello de la camisa, sin éxito.

—¡Pero el argumento es estupendo! —exclamó la madre, intentando quitar hierro—. ¡Qué enredo! ¡Qué venganza! ¡Yo me partía de risa!

—¡Ah! ¿La han visto ustedes?

—¡Naturalmente! No nos perdemos ninguna obra de don Pedro Muñoz Seca. Nos encantan sus chistes, sus retruécanos, sus disparatados personajes… —ponderó la señora de Peláez.

El padre comenzó a reír alegremente, al tiempo que gesticulaba, haciendo como si blandiera un puñal.

—«Mátame, por Alá! ¿Qué por Alá? ¡Por aquí!».

El señor Peláez, recitó las últimas frases de don Mendo, hasta llegar al famoso «Así muere un valiente cansado de hacer el oso» y lo de «Menda es Mendo»…

—Declama usted estupendamente— aduló el pretendiente—. Sin embargo, es una pena…

—¿El qué, joven?

—Que ustedes ya la hayan visto, porque un amigo mío me dio unas entradas de platea para ver una representación, y me hubiera gustado mucho invitar a todos ustedes —faroleó el muchacho, mintiendo descaradamente.

—¡A mí me gustaría volver a ver ese drama en verso! —exclamó Palomita, abriendo por primera vez los labios después de dos horas de paseo.

—Pues nada, hija mía, si tanto te agrada, aceptaremos la invitación de Luis e iremos toda la familia al teatro —sentenció el padre, dando al chico una fuerte palmada en la espalda, que casi le deja fuera de combate.

El joven aguantó como pudo e hizo cálculos mentales sobre por cuánto le iba a salir la broma. ¡Entradas para toda la familia! No tendría más remedio que pedir dinero prestado a sus padres. Pero seguro que no pondrían reparos. Les diría que llevar al teatro a los Peláez era una inversión a corto plazo.

La madre volvió a ocultar una aviesa sonrisilla detrás del abanico.

—Hablando de venganzas, ¿no habrás visto por casualidad La venganza de la Petra, de don Carlos Arniches? —preguntó con aire inocente.

—No, señora. Esa no. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada, hijo, por nada… —respondió la dama.

Su marido captó la indirecta. Metió los pulgares en los tirantes y echó hacia atrás su enorme corpachón, haciendo crujir un poco la silla de mimbre.

—Porque si se te ocurre hacer lo que su protagonista y engañar a mi Palomita con desaires, golfas o amigotes, mi venganza será terrible —. Se incorporó, e hizo otra vez amago de blandir un puñal, al tiempo que recitaba—: «¡Qué por Alá, por aquí»… ¡Bah! Pero tú eres un chico formal, ¿no es verdad?

—¡Sí, señor!

—Entonces no tienes nada que temer.

La madre sonrió por encima del abanico, y dijo en un tono entre simpático y triunfal:

—Así pues el domingo que viene vamos todos a ver a don Mendo; a reírnos un rato largo a costa de sus peripecias y tribulaciones… ¡Ay, señor! ¡La escena con el marqués de Moncada! ¡Qué versos! ¡Parecían sacados del mismísimo Tenorio!

—Así es, señora. Del Tenorio…

—Pues tú, de Tenorio, nada —advirtió el padre, volviéndole a dar otra cariñosa palmadita en la espalda que le hizo ver las estrellas —. Ya sabes que nosotros somos Peláez; ni Toros ni Mansos de Jarama. ¡Que no se te olvide, Luisito, que no se te olvide!


Madrid, julio de 1936.


Dieciocho años más tarde, los dos pipiolos se habían convertido en don Luis y doña Paloma, señores de González, propietarios de una prestigiosa mercería en la calle de Pontejos.

Lo que había comenzado como preludio de un acuerdo comercial, se había convertido con el paso de los años en un sólido y respetable matrimonio, en el que el amor había nacido después de haberse visto todo el repertorio teatral de la cartelera madrileña. Fueron al teatro con sus padres, con sus abuelos, con sus primos, incluso con una tía que vivía en Paracuellos del Jarama. Entre acto y acto, mirada y mirada, tímidos roces de las manos y besos furtivos — cuando creían que nadie los miraba—, llegaron al altar con el propósito de vivir su propia vida y hacerse cuanto antes con algún negocio textil que les diera suficiente independencia económica. Cuatro hijos varones y una hija —que soñaban prometer algún día con el propietario de una firma textil de Tarrasa—, eran el fruto de una relación que había madurado con el tiempo. Habían sido felices en su rutina de pequeña clase media durante los años veinte; sin embargo, la siguiente década había comenzado de forma virulenta: una inestabilidad política que en las tertulias de los cafés se achacaba a la Guerra de África, a la caída de la Bolsa de Nueva York, a la dictadura de Primo de Rivera, al nefasto gobierno del rey Alfonso XIII … Sin embargo, con el exilio voluntario de la familia real y la instauración de la II República había comenzado una época convulsa llena de revueltas, quema de conventos, asesinatos políticos. Pero allí estaba su amado Muñoz Seca, llevando al teatro la actualidad, riéndose de las circunstancias, parodiando los defectos de aquella sociedad que parecía haber perdido la cordura en tan solo cinco años…

 El dieciséis de julio don Luis llegó a la tienda con el periódico bajo el brazo y aspecto agitado, llevó aparte a su mujer y le dijo en voz baja:

—Han cesado a don Pedro Muñoz Seca como funcionario del Ministerio de Fomento.

—¿Por qué? —preguntó su mujer, alarmada.

—Por leer el ABC.
—No digas tonterías.

—Por ser monárquico.

—¡Vaya!

Dos días más tarde, el domingo dieciocho, estaban de merienda en La Moncloa cuando vieron pasar por encima de sus cabezas una escuadrilla de aviones que se dirigían hacia la Ciudad Universitaria y se perdía en el horizonte. A lo lejos se oyó un tiroteo.

—Están otra vez de maniobras militares —observó el padre de familia.

—¡Es que ya ni te dejan comer a gusto la tortilla de patata! —dijo su mujer, frunciendo el ceño —. ¿Qué hacemos, nos vamos?

—Sí, anda. No sea que se escape un tiro.

—¡Hala, niños, recoger las cestas y subid al auto!

Doña Paloma suspiró de malhumor. Hacía cuatro años que se habían despedido del veraneo en San Sebastián: la mercería daba para alimentar a su numerosa familia; pero ya no se podían permitir aquel lujo. «Y ahora ni siquiera tener una tranquila merienda en el campo», pensó con amargura.

El lunes diecinueve, don Luis se llevó a su mujer a la trastienda.

—Paloma, lo de ayer no eran maniobras. Es la guerra. Los generales Mola y Franco se han sublevado.

—¡Otra sanjurjada! —dijo ella con sorna, recordando el fallido golpe de estado de 1932 que había protagonizado el general Sanjurjo.

—Esta vez parece que va en serio.

—¡Bah, tonterías! Esto no puede durar. Dale un mes como mucho.

A media semana la noticia corrió de boca en boca: los anarquistas habían detenido en Barcelona al
autor teatral Muñoz Seca, acusado de ser católico. El matrimonio González se quedó atónito.

—Empezaron quemando iglesias y conventos, matando a curas y monjas, y ahora les ha dado por los escritores. Me han dicho que También han detenido a Lorca, en Granada…—comentó una parroquiana, a la que Paloma estaba sirviendo dos metros de encaje.

—¿Los anarquistas?

—No. Los de la Falange…

—Vivimos unos tiempos muy revueltos— murmuró la dueña de la mercería, envolviendo el pedido.

Se sentía cada vez más intranquila. Lo peor sucedió por la noche. Habían mandado a los niños a la cama y estaban cenando a solas en el comedor.

—Paloma, no sé cómo decírtelo.

—¡Luis, no me asustes!

—Esta tarde ha venido a verme el marido de la antigua niñera de tus padres.

La mercera levantó la vista del plato y clavó los ojos en los de su esposo.

El cabo de gastadores, después de servir en la Guerra de África, se había convertido en guardia de asalto. Sus tendencias eran de izquierdas; pero se llevaba bastante bien con su cónyuge. A veces traía noticias que les ponían los pelos de punta.

—Me ha aconsejado que cerremos la mercería y nos vayamos inmediatamente de vacaciones. Los de la CNT están requisando locales para convertirlos en almacenes de municiones y cárceles populares.

—¿Y adónde vamos a ir? Las ventas van de capa caída; no tengo ningún dinero ahorrado para salir de veraneo este año.

—No me discutas. Mañana mismo coges a los niños y te vas a Paracuellos del Jarama, a casa de tu tía Remedios. Yo me reuniré contigo en cuanto pueda.

Ella se tapó la cara con las manos para que Luis no la viera llorar. Su marido se levantó y la abrazó con fuerza.

—Tenemos que hacerlo así. De esta manera daremos a los vecinos sensación de normalidad. Ya no podemos fiarnos de nadie.

—Prométeme que no te pasará nada.

—Te lo prometo.



Madrid, noviembre de 1936.



El tiempo era frío y húmedo. La niebla se colaba entre los barrotes de las ventanas y la alambrada que rodeaba los muros de la cárcel de San Antón. Los presos hacinados en las celdas se apretujaban los unos contra los otros para darse calor. Pedro Muñoz Seca estaba helado, tiritaba a pesar del jersey y la bufanda que le había mandado su mujer. Debajo llevaba todavía la ropa de verano con la que le habían detenido en Barcelona. «Asun, por Dios, mándame algo de abrigo», le pedía insistentemente en cada vez que la escribía. A ella la pusieron en libertad a las pocas horas porque era cubana. Un amigo le había traído el paquete a la cárcel. Lo abrió en el sucio y maloliente locutorio, buscando también unos calcetines de lana. No los encontró. El amigo se quitó los suyos y se los dio a don Pedro.
"Durante la República sus obras tuvieron mucho de sátira política, con un mensaje claro: señores políticos, no todo el mundo está de acuerdo con ustedes; ni todo el mundo les sigue a pie juntillas…

—¡Gracias, amigo! ¡No sabes qué frío paso! ¡Como nací en el Puerto de Santa María…! —bromeó mientras se los intercambiaban—. Me han dicho que mi colaborador Pérez Fernández está a salvo... ¿Por cierto, sabes algo de mi antiguo compañero de clase, Juan Ramón Jiménez, y de su esposa?

—Huyeron a Estados Unidos; el presidente Azaña consiguió un pasaporte diplomático para él y Zenobia… Arniches está en Argentina… Si Valle-Inclán no hubiera muerto en enero, también estaría exiliado o preso… La han tomado con los escritores…

—¿Es verdad que ha muerto García Lorca?

—Le fusilaron el mismo día que te trajeron a Madrid.

—¡Pobre chico, cuánto lo siento!

Don Pedro se atusó el bigote, pensativo.

—¿Y Benavente?

—Don Jacinto apoya a la República. Ha fundado una asociación de Amigos de la Unión Soviética…

Se hizo un silencio incómodo. Sonó un timbre, dando por terminada la visita. Los dos amigos se levantaron al unísono y se estrecharon las manos entre los barrotes del locutorio.

—Dile a Asunción que la amo; que cuide de los chicos; y que me mande una manta y más ropa de invierno… ¡Gracias por los calcetines!


Los celadores golpearon con las porras los extremos de la larga mesa de madera donde se apoyaban los encarcelados para hablar con sus allegados.

Cuando trasladaron a los presos de la cárcel Modelo a la de San Antón, ubicada en el antiguo colegio de los escolapios, los funcionarios de prisiones habían sido sustituidos por milicianos anarquistas.

Uno de ellos fue hacia don Pedro y lo zarandeó brutalmente.

—¡Vamos, señorito, se acabó la escena! ¡Haz mutis por el foro!

No comprendía por qué la tenía tomada con él. Tal vez porque trataba de ocultar su miedo con una sonrisa, enmarcada por dos bigotes, antaño finos y engomados, ahora descuidados y lacios. Intentó zafarse del centinela, pero el otro lo lanzó contra la pared.

—Te voy a borrar esa sonrisa a golpes, so payaso.

Sabía que en la prisión los guardias le tenían envidia. Envidiaban su calma, su sosiego, su porte elegante a pesar de los andrajos, la popularidad que tenía entre los otros presos. Todos le conocían. Apreciaban su sentido del humor y su gracejo natural. Los presos comunes le admiraban; los políticos confiaban en él. Creían que, de una manera u otra, el presidente Azaña le facilitaría un pasaporte diplomático como a Juan Ramón Jiménez, y que desde el exilio podría hacer algo por ellos…

En la celda había algunos oficiales de la Armada y dos chiquillos de trece y quince años, hijos de uno de ellos; varios ladrones, un homicida, dos actores, tres o cuatro gacetilleros y el director de un periódico. La República, que alardeaba de libertad de pensamiento, había mandado encerrar a todos los que se oponían a sus planteamientos ideológicos; lo mismo daba que fueran militares, periodistas o curas…

El celador le hostigó durante todo el trayecto por aquel mezquino pasillo sin luz y sin aire; le dio un último empujón antes de cerrar la puerta de la mazmorra con sus llaves.

—¡Deja de sonreír, imbécil! ¡Miedo deberías de tener a los representantes del pueblo!

Por lo visto aquel perillán metido a guardia tenía muy asumido el papel de intimidar a los poderosos del que tanto alardeaba la izquierda.

Don Pedro se atusó los bigotes y contestó muy digno:

—Os habéis salido con la vuestra. Me habéis quitado todo, menos el miedo.

"—Todos somos admiradores suyos. Hemos disfrutado mucho con sus obras.   Perdónenos por lo que tenemos que hacer… Son órdenes…
   —No se preocupen, señores. Ya les he perdonado. Les considero mis amigos, aunque  me temo que ustedes no van a incluirme en el círculo de los suyos… —dijo don Pedro,  estrechando la mano al cabecilla.

Hubo risas y aplausos; el celador se largó mascullando entre dientes.

Al llegar la madrugada, una linterna alumbró la estrecha celda y una voz fue gritando los nombres de los de la Armada. Los oficiales se pusieron de pie según los fueron llamando. También se llevaron a los dos niños. Se los tragó la oscuridad del corredor. Nunca los volvieron a ver. Don Pedro, que siempre tenía una palabra chistosa para cualquier ocasión, se echó a llorar.

Unos días más tarde se corrió la voz de que por fin iba a ver una vista, un juicio o algo por el estilo.

Los más optimistas creían a pie juntillas que, en cuanto el gran dramaturgo pusiera el pie en la habitación, le darían el indulto firmado por Azaña. Don Pedro sospechaba que estaban muy equivocados.

—Primero han sido los militares, luego nos tocará a nosotros —les confesó a sus compañeros; y se puso a mirar entre los barrotes de la ventana, fingiendo que le interesaba lo que sucedía en el patio.

Pero su mente estaba ocupada en repasar su vida. Recordó su infancia en El Puerto de Santa María; su primer viaje a Cádiz; su paso por la Universidad de Sevilla, su licenciatura en Derecho y Filosofía y Letras; su traslado a Madrid, y la temporada que estuvo de profesor de latín, griego y hebreo en una academia hasta que aprobó las oposiciones al ministerio de Fomento; el día que se casó con Asunción, el nacimiento de sus hijos; los estrenos de sus sainetes y comedias… «Muchos», pensó, recordando con nostalgia los aplausos del público.

—¡Pedro Muñoz Seca, le espera el tribunal! —gritó una voz al otro lado de las rejas.

Comprendió que había llegado el temido momento. Sin embargo, los actores y los periodistas, que aún mantenían sus ilusiones, le despidieron con frases de ánimo y palmaditas en la espalda.

Entró estirado y digno en aquella sala con olor a tabaco y vino rancio. Detrás de una mesa había varias sillas ocupadas por hombres con vestidos de obreros; el que estaba sentado en medio llevaba un emblema con la hoz y el martillo. A un lado, de pie, fumándose un cigarrillo, había otro con traje y corbata, cuyo sombrero descansaba sobre la esquina de la mesa.

Durante unos segundos pensó que este último llevaba oculto en un bolsillo de su chaqueta un papel firmado por Manuel Azaña ordenando su liberación.

Comenzó el interrogatorio.

—¿Nombre y profesión?

—Pedro Muñoz Seca. Funcionario.

—Ex funcionario —rectificó el presidente del tribunal.

—Sí.

—¿Dramaturgo?

—También. Soy el autor de La venganza de don Mendo, Los extemeños se tocan, La tonta del rizo, y otras que creo que conocerán bien ustedes.

—Desde luego, las hemos visto todas. Incluida esa gansada, La oca, en la que usted se burlaba de los sindicatos. Anacleto se divorcia en la que usted le hace el juego a la Iglesia católica. El ex…, en la que deja en ridículo a la República. ¡Usted es monárquico y católico! —. El dedo acusador del presidente del tribunal popular se dirigió hacia él.

Don Pedro carraspeó y se atusó el bigote.

—En efecto, así es. Ya que en España existe la libertad, cada uno puede ser lo que quiera, ¿no?

El hombre trajeado espiró el humo de su última calada.

—¡Mientras uno no se meta con los demás, en especial con el gobierno! —gritó acaloradamente, al tiempo que daba un puñetazo en la mesa —. ¿Usted ha escrito La plasmatoria? Dígame qué significa la frase «¡Luz, quiero luz!» en su maldita obra.

Comprendió que se trataba de un masón. Aquellas palabras las utilizaban los aspirantes cuando pedían su ingreso en la Logia. Él las había utilizado en la comedia como un chiste más. Tenía que tener cuidado.

—No entiendo su enfado. La escena está a oscuras y el protagonista no encuentra el interruptor —contestó con aire inocente.

Los del tribunal esbozaron una sonrisa. No se llevaban bien con los masones.

—¡Usted ataca en esa obra a la masonería, a la teosofía, a las artes ocultas! ¡A la dignidad de los políticos!

—Solo es un juguete cómico en la que don Juan Tenorio se reencarna en el siglo XX. No tiene nada de especial. Solo está hecha para hacer reír al público.

—¡Don Juan se niega a ser diputado por la provincia de Burgos!

—¡Hombre, es que no me imagino a un hidalgo del siglo XVI aguantando en el Parlamento los insultos de sus adversarios…! Esa gente tenía en mucha estima su honra, y…

—¡Calle, es usted un fascista! —gritó el del traje y corbata.

—¡Llévenselo! —ordenó el presidente del tribunal a los guardias.

De vuelta a la celda, sus compañeros lo rodearon con ansiedad.

—¿Qué ha pasado?

Muñoz Seca tragó saliva, intentando poner orden en sus ideas.

—No me han dado el indulto. ¡Déjense de bobadas y pongan sus asuntos en regla! ¡Solo es cuestión de tiempo que nos den el paseo! Por mi parte lo único que quiero es ponerme a bien con Dios. ¿Hay alguno de ustedes que sea sacerdote?

Un hombre de mediana edad, vestido de civil, se adelantó.

—Yo lo soy.

—Quiero confesarme. Y supongo que estos señores también.

—De acuerdo. Cuando paseemos por el patio, para preservar el secreto de confesión. Aquí no hay sitio.



Paracuellos del Jarama. 28 de noviembre de 1936



Luis González había conseguido escapar de Madrid a finales de agosto y reunirse con Paloma y sus hijos en casa de la tía Remedios. Se había puesto la ropa vieja que le había llevado la antigua niñera de los Peláez, y ocultado en una maleta de cartón todo lo que pudo llevarse de la mercería. Llevaba tres meses en Paracuellos del Jarama, ganándose la vida con el trapicheo de bobinas de hilo y botones.

Unos golpes en la puerta de entrada despertaron a toda la familia a media noche. La tía Remedios abrió la puerta atemorizada.

—Venimos a por el Luis —dijo un mocetón, con un pañuelo rojo al cuello. Era hijo de uno de sus vecinos; lo conocía desde que no levantaba un palmo del suelo —.Tiene que ayudarnos a cavar.

—¿A estas horas? ¡Hijo, por Dios!

—Calle usté, señá Reme. Y dígale al marido de su sobrina que baje; que si no lo hace, va a parecer un señorito; y eso no le conviene.

Luis bajó las escaleras precipitadamente, a medio vestir.

Camará, ponte una chaqueta de pana, coge una pala y sígueme.

—¿Adónde? ¿Por qué?

—Fíate de mí y no preguntes. Que te va la vida en ello. ¡A más ver, señá Reme!

Fuera los esperaba una partida de hombres del pueblo, todos con picos y palas. Se pusieron en fila, siguiendo a uno que llevaba un farol. Al llegar a las afueras del pueblo, el que hacía de jefe ordenó que abrieran una fosa, que estaban a punto de llegar los camiones. Luis comprendió lo que iba a pasar en breves momentos y sintió que se le encogía el corazón.

Un haz de luz lo deslumbró, al mismo tiempo que oyó el ruido de un vehículo sobre la grava de la carretera que conducía al lugar donde estaban trabajando. Se paró con un frenazo, que a Luis le sonó a siniestro. Bajaron los prisioneros con las manos atadas a la espalda con cordeles.

Luis alzó la cabeza y le dio un codazo al vecino de su tía política.

—¡A ese lo conozco, es Muñoz Seca, el de La venganza de don Mendo! Está muy desmejorado; pero es él.

Don Pedro tiritaba. Antes de salir de Madrid, le habían quitado la ropa de abrigo, alegando que ya no la iba a necesitar; y le habían vejado, una vez más, cortándole los bigotes.

—¿Qué, señorito panoli, tienes algo que decir? —le preguntó el celador que le tenía tanta inquina.

—Que sois tan eficientes, que me habéis quitado todo, incluso el miedo.

—Todavía te queda algo.

Cogió una tijera y… le cortó los bigotes.

Subieron al escritor y a sus compañeros un camión donde el frío de la noche se colaba por la abertura del toldo; y los bajaron en medio del campo, cuando ya empezaba a clarear.

—Traemos a unos cuantos fascistas de la cárcel de San Antón —dijo el que mandaba el convoy al vecino de la tía Remedios.

—¿Quién firma la orden? —preguntó éste al de Madrid. Los comunistas solo acataban las directrices de Santiago Carrillo. No tragaban a los anarquistas.

—El Director de Seguridad, Serrano Poncela.

Nada que oponer. Aquel hombre era el jefe directo del camarada Carrillo.

—De acuerdo. Desatadlos, muchachos —ordenó el de Paracuellos del Jarama a los suyos.

El de Madrid lo agarró por un brazo en tono de advertencia.

—Aquí mando yo —dijo el del pueblo, zafándose bruscamente del madrileño—. No se van a escapar. Nosotros estamos armados.

Luis aprovechó la ocasión para acercarse a Muñoz Seca.

—Lamento verle a usted en estas circunstancias…

El dramaturgo parpadeó dos veces, como si despertara de un sueño pesado.

—¿Me podría dar un pitillo? —preguntó nervioso al desconocido que le estaba hablando amablemente.

Luis sacó un cigarro de debajo de la gorra, lo encendió con el mechero de yesca y se lo ofreció a Don Pedro; este apenas si le dio dos caladas y lo tiró al suelo. Pensó que de todas las situaciones extravagantes que había descrito en sus comedias, ésta se llevaba la palma. Solo faltaba que se escapara un tiro y muriera hasta el apuntador… Sin embargo, lo que estaba protagonizando ahora no era una comedia… sino la escena final de El gran teatro del Mundo. Los habían colocado en fila, junto a la fosa. Dentro de unos minutos sería un personaje dando cuentas de su vida a su Autor, como en la obra de Calderón de la Barca.

El sacerdote vestido de civil que lo había confesado en la prisión estaba a su lado. Cuando terminó de bendecir a todos los que estaban allí, se dieron la mano en señal de despedida.

—Nos veremos en el cielo, padre.

—Ánimo, hijo.

El pelotón de fusilamiento parecía no tener muchas ganas de disparar; intercambiaron entre ellos unas cuantas frases, señalando con la cabeza al de los bigotes recortados. El vecino de la tía Reme, como jefe del grupo, se plantó ante Muñoz Seca y le tendió la mano:

—Todos somos admiradores suyos. Hemos disfrutado mucho con sus obras. Perdónenos por lo que tenemos que hacer… Son órdenes…

—No se preocupen, señores. Ya les he perdonado. Les considero mis amigos, aunque me temo que ustedes no van a incluirme en el círculo de los suyos… —dijo don Pedro, estrechando la mano al cabecilla.

La descarga estremeció a Luis. En ese momento se acordó de la primera vez que salió de paseo con la familia de su novia, y cómo había engatusado a los padres de Paloma, y luego a la tía Reme, con entradas para ver La venganza de don Mendo; del amor tan sincero que había terminado profesando a su mujer, después de haberse reído tantas veces juntos en el teatro…

Cayeron los cuerpos dentro de la fosa. Luis sintió un nudo en la garganta mientras echaba paletadas de tierra sobre el cuerpo de Muñoz Seca. Y le pareció que el aire traía el eco de las palabras de don Mendo: «Así muere un valiente…»

 * * *

Pedro Muñoz Seca nació el 20 de febrero de 1879 en El Puerto de Santa María (Cádiz), donde estudió en el colegio jesuita San Luis Gonzaga, y compartió aula con Juan Ramón Jiménez. En 1901 se licenció en Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla. Ese mismo año estrenó su primera obra cómica Las guerreras. En 1904 se trasladó a Madrid donde fue profesor de latín, griego y hebreo. En 1908 aprueba las oposiciones, comienza a trabajar en el ministerio de Fomento y se casa con la señorita cubana Mª Asunción de Ariza y Díez de Bulnes, con la que tuvo nueve hijos.

Al mismo tiempo escribió unas doscientas cuarenta comedias, entre las que destaca La venganza de don Mendo —parodia de un drama romántico—, una de las más representadas en España, solo por detrás del Don Juan Tenorio de Zorrilla y La Vida es sueño de Calderón de la Barca. Sin embargo, lo que le hizo famoso en su época fue la creación del género cómico denominado astracán o astracanada, donde priman las situaciones extravagantes, los juegos de palabras, los retruécanos, los chistes; y cuyos argumentos denunciaban los fallos de la sociedad.

Durante la República sus obras tuvieron mucho de sátira política, con un mensaje claro: señores políticos, no todo el mundo está de acuerdo con ustedes; ni todo el mundo les sigue a pie juntillas… Mensaje que caló en grandes sectores, incluso de izquierdas, como demuestra el comportamiento del pelotón de fusilamiento, que le pidió perdón por tener que disparar.

En efecto, acusado de monárquico, católico, fascista y anti republicano, fue detenido en Barcelona el 18 de julio de 1936, cuando se disponía asistir al estreno de su última comedia, La tonta del rizo; enviado el día veinte a Madrid, fue encerrado en la cárcel Modelo. Allí compartió celda con varios oficiales de la Armada y algunos niños, que fueron fusilados antes que él; episodio que le abatió sobremanera. A finales de agosto, cuando las fuerzas sublevadas estaban a solo doscientos metros del edificio, fue trasladado a la cárcel de San Antón. El 28 de noviembre de 1936, tras córtale los bigotes, fue llevado con otros presos políticos a Paracuellos del Jarama, donde murió perdonando a sus enemigos. Su cuerpo descansa en la fosa común junto al de los otros prisioneros ejecutados con él. El 12 de noviembre de 2016 Moseñor Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares, abrió su causa de beatificación.

Curiosamente, sus obras de teatro, repudiadas por la II República, también fueron censuradas durante la época de Franco; sin embargo, su herencia literaria fue recogida por los humoristas de la generación posterior.

Literanda

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