viernes, 3 de agosto de 2018

La momia analfabeta del Craig Museum


PROEMIO


Voy a contar una de las famosas historias en las que el genio de Sherlock Holmes se mostró más esplendoroso. Tan esplendoroso, que en esta ocasión Holmes no tuvo necesidad de moverse de su pisito de Baker Street para dar con la solución del enigma que le presentó míster Horacio Craig, de Ceilán.

Verán ustedes canela.


HOLMES AVERIGUA QUIEN ES CRAIG


A las siete en punto de la tarde, cuando los primeros voceadores del Worker se refugiaban en los bares de Upper Tames Street a jugar al marro, Sherlock Holmes me llamó a su habitación. Comparecí rápidamente, suponiendo que sucedía algo grave; y, en efecto, el problema era de alivio: Sherlock se había roto en seis trozos los cordones de sus zapatos.

Durante varios minutos le ayudé a luchar contra el Destino, pero ambos fracasamos visiblemente, y, de no haber acudido la señora Padmore en nuestro auxilio, brindándonos la brillante idea de pegar el zapato al calcetín, es posible que Sherlock no hubiera figurado nunca en el tomo de la H de la Enciclopedia Espasa, donde, como se sabe, no figura.

Se retiraba la señora Padmore hacia el pasillo, cuando se abrió de súbito una de las ventanas y un personaje ignoto irrumpió en la estancia, como irrumpen los clavos en la tela de los pantalones el día que estrenamos traje. Era un caballero de unos cincuenta años bisiestos, con aire de perro de trineo.

Nada más entrar, gritó con voz fuerte y derrumbándose en un sillón:

¡Soy Craig!

Y agregó, ya más débilmente:

¡Soy Craig!

Y dijo, por fin, con acento desfallecido:

Soy Craig, señor Holmes... Soy Craig. Craig. ¿Sabe usted? Craig...

A continuación se puso amarillo, luego verde, luego morado, y, desplomándose del todo, se desmayó lo mejor que pudo.

Holmes me cogió por un brazo, señaló al visitante, y me dijo gravemente:

Harry... Este señor es Craig.

Pero la cosa no me extrañó en modo alguno; estaba yo muy habituado a la continua perspicacia de Sherlock.


TRABAJOS ARQUEOLÓGICOS


El maestro añadió después:

Acércame el tablero del ajedrez, Harry. Vamos a echar una partidita para esperar sin aburrirnos a que vuelva en sí míster Craig. 

Obedecí con cierto temblor nervioso, ya que la sangre fría de Sherlock siempre me producía una emoción indescriptible. Jugamos tres partidas, las cuales ganó Holmes, como siempre, pues su extraordinaria habilidad manual le permitía cambiar las fichas de casilla cuando le daba la gana sin que nadie lo advirtiese, y yo me armaba unos líos como para nombrar abogado y pegarme después un tiro, que es lo que hace la gente en esos casos.

Al final de la partida número tres, Craig se decidió, por fin, a volver del desvanecimiento, y fue entonces cuando Holmes se sepultó en su diván favorito, cerró los ojos y exclamó:

Hable usted, míster Craig. Espero el relato de los tremendos acontecimientos que le hacen acudir a mi auxilio.

Y Horacio Craig, con voz de barítono rumano, contó lo siguiente:

Como usted sabe, señor Holmes, desde los primeros balbuceos infantiles he dedicado mi vida al estudio del arte y de la civilización egipcios. Conozco aquel país mejor que los cocodrilos, y mi entusiasmo de egiptólogo es tan intenso, que me hablan de un faraón nuevo y engordo once kilos. Toda Inglaterra, y casi todo el mundo, conoce al dedillo los viajes que he llevado a cabo por el Bajo Egipto, el Alto Egipto y la provincia de Gerona. He ido desde...

Suprima los detalles kilométricos y cíñase al asunto —le
interrumpió Holmes.

Dice usted bien; me ceñiré como un "kalasiri" —replicó Craig—. Pues es el caso que en uno de estos viajes, el año de gracia de mil novecientos trece, descubrí al pie de la Esfinge, y según se va a mano derecha, una antiquísima "mastaba", y de ella, cual muela putrefacta, extraje una momia magnífica, aunque indudablemente polvorienta. Era, según mis cálculos, la momia de Ramsés Trece, de la veintiuna dinastía, piso segundo. Con la natural alegría y unas parihuelas, transporté aquí, a Londres, la momia, y desde entonces se halla en la sala sexta del Museo egiptológico que lleva mi nombre.

El Craig Museum, situado en el treinta y nueve de Wellington Street —dije yo, para que se viera que poseía cierta cultura.

Eso es —aprobó Craig con un golpe de tos que le obligó a comerse el puro que estaba fumando.

Y así que hubo digerido el puro, continuó:


LOS CRÍMENES VESPERTINOS


Nada anormal ha ocurrido en todos esos años, hasta hace dos meses. Pero desde dos meses a esta parte, señor Holmes, están sucediendo tales cosas, relacionadas con la momia, que no he perdido la razón porque la llevo atada con un bramante.

¿Qué cosas son ésas? —inquirió Sherlock lanzando una bocanada de humo a veintitrés yardas de distancia.

Sencillamente: que el espíritu de la momia ronda mi casa; se me aparece por las noches, toca la "Danza macabra" en mi piano y hasta se fríe huevos en mi propia cocina. Aun cuando esto es terrible y me obliga a pagar cuentas de gas crecidísimas, no osaría molestar a usted si no fuera porque la momia ha ido más allá.

¿Y eso? ¿Es que ha empezado a freírse patatas?

No, señor Holmes, sino que asesina por las tardes a los conserjes del Museo que se hallan de servicio en la sala sexta.

¿Que los asesina? ¿La momia?

Sí, señor. Tiene que ser la momia, porque los conserjes fallecen envenenados con el jugo de una planta: la conocida con el nombre de "pastichuela romagueris egipciae", y esta planta sólo crece en Egipto, pues en cualquier otro lugar se lo prohibirían las autoridades. Es necesario que tan terrible situación concluya. Es preciso que usted me ayude a resolver el misterio que...

Holmes hizo un gesto tajante, y exclamó:

Váyase a hacer gimnasia al pasillo con Harry. Necesito meditar. Ya les llamaré cuando haya acabado.

Y sin más explicaciones, Sherlock nos dio dos puntapiés, nos echó al pasillo y se sentó a meditar envuelto en humo. Nosotros le observamos por el ojo de la cerradura, que, por feliz casualidad, atravesaba la puerta de parte a parte.


SHERLOCK LO DESCUBRE TODO


Pasaron seis horas largas como túneles suizos, hasta que oímos una especie de gruñido de foca; era que Sherlock nos llamaba. Entramos, y el maestro exclamó:

Todo está ya resuelto. Hoy no necesito moverme de casa para explicar el fenómeno planteado. Vengan ustedes...

Y echó a andar pasillo adelante, seguido por Craig y por mí. Holmes se detuvo de pronto delante de una puerta cerrada, que yo mismo ignoraba a dónde conducía, abrió la puerta con un abrelatas, según la vieja costumbre de los ladrones de hoteles, y, encendiendo una lámpara eléctrica, entró y nos hizo entrar.

Un cuadro verdaderamente cubista se ofreció a nuestros ojos. La estancia aquella era, ni más ni menos, un museo arqueológico.

Grandes esqueletos, multitud de cacharros y utensilios históricos e infinidad de momias de todas las épocas llenaban los ámbitos. Los tres esqueletos del almirante Nelson (el esqueleto de Nelson a los once años, a los veinte y a los treinta y dos) constituían por sí solos un tesoro incalculable.

Holmes se detuvo ante una momia egipcia, y habló así:

Este problema era, al parecer, tan absurdo como la persecución a tiros de un "jockey" por los muelles del Támesis. Sin embargo, como yo tengo un cerebro maravilloso, unas horas de meditación me han bastado para resolverlo. El misterio está, señor Craig, en que todas las momias, y, por tanto, también la de Ramsés Trece, son analfabetas.

¿Analfabetas? —dijo Craig.

Completamente analfabetas. Verán ustedes...

Y diciendo y haciendo, puso ante el rostro de la momia que teníamos delante un ejemplar abierto del Red Magazine. Efectivamente, la momia no leyó ni una línea.

¿Se convencen ustedes? —exclamó Holmes triunfalmente—. Las momias son analfabetas. Ahora bien, señor Craig, ¿de qué color son los uniformes que llevan los conserjes del Museo?

Negros —repuso Craig.

¿Y todavía no adivina? ¿No cae usted en que a todo analfabeto "le estorba lo negro"? Por eso la momia de usted, analfabeta perdida, mata a los conserjes y seguirá matándolos inexorablemente si todo continuara allí igual. Pero vista usted a los conserjes del Museo de blanco o de color barquillo, y verá cómo nada volverá a suceder. Ni siquiera se le aparecerá a usted el espíritu de la momia, porque no tendrá necesidad de demostrarle a usted su enojo. Y ahora, permítame que me retire a mi despacho, puesto que mis servicios ya no le son necesarios. Tengo que llenar mi estilográfica y el tiempo apremia.

Y Sherlock Holmes se alejó por el pasillo, dejándonos a Craig y a mí conmocionados por la sorpresa y por la admiración.

Enrique Jardiel Poncela. 



                          Iban Barrenetxea



Inspector Clouseau Theme  -  Henry Mancini  |  The Pink Panther Strikes Again  -  Peter Sellers  (1976)



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viernes, 16 de marzo de 2018

Revolución


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En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.

La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites.

Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

Slawomir Mrozek


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                       Versión a escala natural de 'El dormitorio en Arlés' de Vincent van Gogh



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domingo, 4 de febrero de 2018

Cambio de vida



David vivía felizmente con su mujer en una masía rodeada de prados azules. Era leñador y propietario de una fábrica de sonrisas de madera que su padre, antes de morir, le había dejado en herencia. De él heredó también dos inmensas fincas de tierras fértiles en la ladera del monte. Allí sacaba todos los años una buena cosecha de jamones y huevos de corral.

Lourdes, su mujer, le ayudaba en las tareas del campo y cuidaba el jardín de flores de plástico que rodeaba la enorme casona. Tenían un perro llamado Gato que cazaba ratones y comía pescado.

Como David y Lourdes no podían concebir hijos, cuando ella se quedó embarazada dio a luz un bonito jarrón de cerámica portuguesa que cuidaron con cariño desde el día de su nacimiento.

Pero el leñador estaba cansado de ser tan feliz y decidió que quería dar un vuelco a su vida. Así que habló con su mujer para plantearle su deseo:

–Mira, Lourdes –reflexionó–, llevamos queriéndonos demasiado tiempo y además no tiene remedio porque cada día nos queremos más. Esto no puede seguir así.

–Pero, cariño –replicó la mujer–, si quieres podemos enfadarnos de vez en cuando, solo tienes que decírmelo.

–No, mi amor, no se trata de eso –balbuceó David–. Es por todo en general. Estoy cansado de la fábrica de sonrisas, de que todo nos vaya tan bien, tanta felicidad me abruma… y luego las cosechas… son las mejores del mundo. ¿Crees que podemos aguantar toda la vida recibiendo premios por la calidad de nuestros jamones? ¿Cuándo acabará tanta armonía?

–David, saldremos de esto –aseguró Lourdes–. Te lo prometo.

–No repliques, querida, la decisión está tomada. Cada vez lo veo con más claridad. Mi deseo es irme de aquí. No tengo más que decir.

Al cabo de los días, David abandonó a su mujer y a su jarrón de cerámica portuguesa y se fue a la capital con una maleta llena de nada. Allí alquiló un carísimo apartamento de treinta metros cuadrados con unas preciosas vistas al patio de luz.

En el terreno laboral tuvo la suerte de encontrar un estupendo trabajo basura en una pizzería, donde le hicieron un contrato de prueba de tres meses.

Lourdes le llamaba todos los días, pero él llegaba tan agotado a casa después de sus diez horas de trabajo que nunca tenía fuerzas para llamarle.

Tras nueve jornadas de intenso esfuerzo, por fin llegó su día libre, y justo esa mañana cuando se disponía a llamar a Lourdes, ésta se adelantó:

–David, amor, ¿por qué no has respondido a mis llamadas? Deja tu orgullo y vuelve a casa, nuestro jarrón te echa de menos y yo también –suplicó–. Me siento tan sola con la compañía del repartidor de leche. Únicamente pasa las noches conmigo y por el día te añoro tanto…

–Lourdes, mi vida, estoy bien. Por fin soy infeliz, tengo un trabajo de mierda, vivo en una caja de cerillas, gano cuatrocientos euros al mes, no me hablo con ninguno de mis vecinos, tú te acuestas con el fornido lechero, y por si fuera poco estoy lejos de la gente que quiero. ¿Qué más puedo pedir?

–Cariño, vuelve, por favor –rogó la mujer llorando–. Hasta mis preciosas flores de plástico se han marchitado, yo sola no puedo podar los jamones y los árboles no tienen a un leñador que les acaricie con el hacha…

–No insistas, Lourdes. ¿No ves que aquí puedo sentirme realizado? Además, vosotros estáis mejor sin mí y el repartidor de leche sabe cuidar bien de ti…

–Está bien, David, ya veo que te has convertido en un egoísta. Tú sólo piensas en nuestra felicidad, sin importarte cómo podamos sentirnos. No tengo nada más que decirte.

Lourdes, tajante, colgó el teléfono sin darle oportunidad de réplica a David. Un rato después sonó de nuevo el teléfono. Era el encargado de la pizzería. Le pidió a David que fuera a trabajar para cubrir la baja de un compañero que había enfermado. David salió de casa y durante el trayecto de hora y media hasta la pizzería estuvo pensando lo afortunado que era por tener una vida llena de motivaciones.