domingo, 6 de agosto de 2017

Mi amigo Lucas


Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Se llama Lucas, usa lentes sin armazón y anda por los cuarenta años. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva que reluce.

Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra.

Habla con una vocecilla sutil, casi transparente de tan inaudible. Jamás ha interrumpido a nadie, pero no logra emitir más de dos palabras sin que lo interrumpan. Y se siente dichoso de haber podido pronunciar esas dos palabras.

Hace años que mi amigo Lucas está casado: con una mujer delgada, colérica, nerviosa; tiene voz aguda hasta lo insufrible, fuertes pulmones, nariz afilada y lengua de víbora; su temperamento es indomable, y su vocación, domadora.

Lucas —me gustaría saber cómo— se ha continuado en un niño. La madre lo bautizó Juan Facundo: es alto, rubio, flequilludo, atlético, inteligente, suspicaz, irónico y vigoroso. Él y su madre le asignan a Lucas un lugar nulo en el universo y, por ende, desoyen sus escasas e imperceptibles opiniones.

Lucas es el más antiguo y el menos importante de los empleados de una lúgubre compañía importadora de tejidos. Es una casa muy oscura, con pisos de madera negra, ubicada en la calle Alsina. El dueño se llama don Aqueróntido: hombre de bigotes feroces, de pelo hirsuto, de voz atronadora, violento, avaro. Mi amigo Lucas se presenta vestido de negro, con un traje muy viejo, brilloso de tanto uso. Sólo posee una camisa, con anacrónico cuello de plástico. Y una sola corbata: tan deshilachada, que parece un cordón de zapatos. Incapaz de resistir la mirada de don Aqueróntido, Lucas no se atreve a trabajar sin saco y se coloca un par de sobremangas grises para preservarlo. Su salario es irrisoriamente bajo: no obstante, Lucas permanece todos los días trabajando tres o cuatro horas de más, pues la tarea que le ha asignado don Aqueróntido es tan desmesurada, que no alcanzaría a realizarse en el horario normal.

Justamente ahora —cuando don Aqueróntido acaba una vez más de rebajarle el sueldo— la mujer ha decidido que Juan Facundo no cumpla sus estudios secundarios en un colegio estatal y gratuito. Ha preferido inscribirlo en un instituto muy costoso del barrio de Belgrano. Ante esta derogación, Lucas ha dejado de comprar las Selecciones del Reader’s Digest, que constituían su lectura predilecta (en el último artículo que leyó una psicóloga exhortaba al marido a autorreprimir la propia personalidad avasallante para no entorpecer la realización personal de su esposa y sus hijos).

Pero, apenas sube a un colectivo, Lucas suele proceder así: Pide el boleto y empieza lentamente a buscar el dinero, manteniendo al chofer con la mano extendida y en un estado de incertidumbre. Lucas no se apresura en absoluto: es posible que la impaciencia del conductor le cause placer. Luego paga con la mayor cantidad posible de monedas de escaso valor, entregándolas de a poco, en cantidades distintas y a intervalos irregulares. Esto perturba al chofer, pues, además de estar atento al tránsito, a los semáforos, a los pasajeros que suben y bajan, y al manejo del vehículo, debe simultáneamente efectuar cálculos aritméticos. Lucas agrava sus problemas incluyendo en el pago una vieja moneda paraguaya que conserva con tal propósito y que le es invariablemente devuelta en cada ocasión.

Así, suelen cometerse errores en las cuentas y, entonces, entablada la discusión, Lucas defiende sus derechos con razonamientos contradictorios y absurdos, de tal modo que nadie sabe qué argumenta en realidad. El colectivero suele terminar, en tácita rendición, por arrojar las monedas a la calle —tal vez para no arrojar a Lucas o arrojarse él mismo—.

Cuando llega el invierno, Lucas viaja con la ventanilla abierta de par en par. El primer perjudicado es él: ha contraído una tos crónica que a menudo le hace pasar las noches en vela.

Durante el verano, cierra herméticamente la ventanilla y deja que el sol pegue en el vidrio y multiplique su calor: de esta manera, más de una vez ha sufrido quemaduras de primer grado.

Lucas tiene prohibido el tabaco y, en realidad, fumar le resulta insoportable. Pero en el colectivo enciende un cigarro gordo, barato y de espantoso olor que produce ahogos y toses.

Cuando baja, lo apaga y lo guarda para el próximo viaje.

Lucas es una personita sedentaria y escuálida: jamás le interesaron los deportes. Sin embargo, los sábados a la noche sintoniza su radio portátil, dándole el máximo volumen, para escuchar el boxeo. El domingo lo dedica al fútbol, y tortura a los demás viajeros con estruendosas trasmisiones.

El asiento del fondo es para cinco personas: Lucas, a pesar de su pequeño tamaño, se ubica de modo que sólo quepan cuatro y aun tres. Si hay cuatro sentados y Lucas está de pie, exige permiso con tono de indignación y de reproche, y se sienta con las manos en los bolsillos del pantalón, de manera tal que sus codos quedan incrustados en las costillas de sus aláteres.

Cuando viaja de pie, lo hace con el saco desabotonado, procurando que el borde inferior pegue en el rostro o en los ojos del que está sentado.

Si alguien se halla leyendo, pronto se convierte en presa de Lucas: para hacerle sombra coloca la cabeza bajo la lamparilla. A intervalos, la retira, como por azar; el lector devora con ansiedad una o dos palabras, y allí, incansable, vuelve Lucas al ataque.

Mi amigo Lucas conoce la hora en que el colectivo se halla más atestado. Antes de subir, ingiere un emparedado de salame y roquefort, y bebe un vaso de vino tinto ordinario. En seguida, con los restos del pan mascado y del fiambre y el queso entre los dientes, y con la boca bien abierta, recorre el vehículo pidiendo enérgicamente permiso.

Si se acomoda en el primer asiento, no lo cede a nadie. Pero, si se halla en los últimos y sube un anciano enclenque o una mujer con un bebé en brazos, Lucas —sin perder un segundo— se levanta con celeridad y los llama a grandes voces, ofreciéndoles su lugar. Ya de pie, expone un comentario recriminatorio contra los que permanecieron sentados. Su elocuencia es abrumadora: varios pasajeros, mortalmente avergonzados, descienden siempre en la siguiente esquina. Al instante, Lucas ocupa el mejor de esos asientos libres.

Mi amigo Lucas se apea de muy buen humor. Camina hacia su casa con timidez y por el cordón de la vereda. Como carece de llave, tiene que tocar el timbre. Si en la casa hay alguien, rara vez se niegan a abrirle. En cambio, si su mujer, su hijo o don Aqueróntido no se encuentran, Lucas se sienta en el umbral a esperar que regresen.

Fernando Sorrentino (Argentina, 1942)


     El Mandril - Franz Marc, 1913



sábado, 5 de agosto de 2017

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza


Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.

No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.

En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): él siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.

De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.

Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: “Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza.” Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.

Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.

Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: “¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza? ”. Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.

Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.

Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.

Con todo, nuestras relaciones no siempre has sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.

Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.

Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.

Fernando Sorrentino (Argentina, 1942)


The Silly Walks Song - Monty Python





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