jueves, 30 de marzo de 2017

El diente roto

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.

Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...

-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.

-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.

Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.

Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.

Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

- Pedro Emilio Coll
 


https://travesiatrv.blogspot.com.es/



miércoles, 29 de marzo de 2017

Desayuno en Tiffany

Sentí su presencia cerca de mi. Giré levemente la cabeza y cruzamos nuestras miradas. Al momento se alejó mientras yo investigaba en el escaparate el objeto que ella había estado mirando. Imposible saberlo. Sólo fui capaz de verme reflejado en el cristal, como Audrey Hepburn.

Moon River, wider than a mile
I'm crossing you in style, someday
Old dream maker, you heart breaker
Wherever you're goin', I'm goin' your way.

Seguí torpemente los pasos que ella había caminado hacia la puerta de entrada. Recorrí con la vista el amplio vestíbulo de la tienda hasta que mis ojos se detuvieron en una mirada convertida, a un mismo tiempo, en huidiza y cómplice, hasta el punto que igualmente podría significar que me invitaba a seguirla, o que me conminaba a salir de allí inmediatamente. Una leve sonrisa dibujada en sus labios me animó a seguirla, aunque de un modo furtivo, casi clandestino, y con el pulso acelerado por la emoción de volver a sentirla cercana.

Los turistas saben que en Tiffany, a medida que suben las diferentes plantas del edificio, aumenta el precio de los objetos que hay en ellas. Y la primera planta acostumbra a ser un hervidero, pues hay objetos que cuestan a partir de cinco ó diez dólares. Nadie resiste la tentación de llevarse cualquier cosita de recuerdo con el nombre grabado de Tiffany & Co.  Aunque no hay turistas que sean agasajados en la última planta con caviar beluga y champán francés. Eso es exclusivo de los clientes.

La seguía a una distancia prudente aunque ella comprobaba de reojo, cuando no se interrumpía absorta en la contemplación de alguna pieza, que yo me mantenía cerca y sin perderla de vista. En algún momento, aprovechando si ella se detenía, procuraba aproximarme hasta que me rozase la estela de su perfume, o pudiese escuchar cómo sus finos tacones se deslizaban por las alfombras.

Se detuvo en uno de los mostradores interesándose por una pieza. La vendedora abrió una vitrina y le mostró un bonito collar de perlas y diamantes. Ambas lo miraban una y otra vez y, más que tocarlo, lo acariciaban. La vendedora lo ciñó con suavidad a su cuello, aquel cuello tan fino y hermoso que no rivalizaba con ninguna joya porque las derrotaba a todas en belleza.

Fue entonces cuando se volvió para mirarme con indescriptible dulzura. Se quitó el collar tras contemplarse durante un rato en el espejo y lo devolvió a la vendedora. Se despidieron amigablemente y continuó paseando entre los mostradores y las vitrinas mirando las piezas.

Me acerqué al mostrador y le alargué mi tarjeta de crédito a la vendedora antes de que devolviese el collar al lugar que ocupaba en la vitrina. Me miró con complicidad y algo de satisfacción y se dispuso a realizar la transacción.

Con el collar guardado en un estuche y con un precioso envoltorio la busqué por todos lados con la mirada, pero había desaparecido. Recorrí las plantas de la joyería sin encontrarla, aunque intuyendo que estaría como Audrey Hepburn, con una taza de café humeante frente a la fachada.

Two drifters, off to see the world
There's such a lot of world to see
We're after the same rainbows end
Waitin' round the bend
My Huckleberry friend
Moon River, and me.

Salí a la calle y allí estaba, con su deliciosa sonrisa sentada en el bordillo de la acera. Se había descalzado sus zapatos de tacón finísimo y los deditos de sus pies se agitaban juguetones bajo las medias negras. Sostenía en una mano un vaso de café humeante. Y sin dejar de mirarme sonriendo, movía los dedos de su otra mano urgiéndome a darle el envoltorio. Cuando lo deposité en su palma sonrió más aún y lo fue abriendo ceremoniosamente. Al ver el collar sus ojos y su boca dibujaron un gracioso gesto de sorpresa y admiración. Y me susurró sin que nadie pudiera escucharnos:

- ¿Sabes que éste es el collar número veinticinco que me regalas?

- Sí.

- Todos iguales.

- Siempre te detienes frente al mismo.

- Es que me gusta.

- Lo sé.

- ¡¡Corten!! - gritó el ayudante de dirección- ¡Una toma más y pausa para comer!

- Oshidori



https://travesiatrv.blogspot.com.es/


domingo, 19 de marzo de 2017

El ogro



En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía, habían contribuido a formar su mala reputación… ¡Hombre más atroz y mal hablado!... ¡Y luego dicen los periódicos que la Policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacia méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin: ¡un horror!; y lo más censurable era que, el encararse con sus tozudos animales, azuzándolos con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle por perversa intención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro que había alquilado la cochera a Pepe, no encontrando mejor inquilino.

- No hagan ustedes caso -contestaba-. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se eximen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían toda la casa.

- No lo crean ustedes –decía, riendo, la pobre mujer-, no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo; pero, ¡ay hija!, Dios nos libre del agua mansa… Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas; pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle, ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con sudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas, que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.

A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba en la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas explosivas.

Aquel hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía, por ironía, en el barrio del Pacifico.

La más leve cuestión de su mujer con las crianzas le ponía fuera de si, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para que desde su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horripilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres subiesen encima, ocupando el lugar que le corresponde.

Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba cerca de él,  acogíalo con una sonrisa semejante al bostezo del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.

Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.

Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose, tal vez, del terrible personaje.

Había que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum!, de la primera patada iba la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared de enfrente.

Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la pobre felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando irónicamente las amenazas del carretero:  “¡Miau!  ¡Miau!”

Bonito verano era aquel. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.

La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.

Fue en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.

-¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de las aceras.

-¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú, Loca?

Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

-Pero ¿qué quieres, maldita?...  ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.

Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse la lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.

El ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a dos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio o se pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los hombres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se divertían en las playas elegantes de moda.

Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno de los papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y lo amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino! … ¡Reaccionario! ¡Lástima que no estés más bajo el día de la gorda!

Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa; pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo nuncio, no iba. ¡Qué había de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquella calor.

- ¡Vaya! Menos historias, y a trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto a los varrales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

Los dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quién pide misericordia.

La Loca, no contenta con convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los arrojó en montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡votó a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.

Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no querría subir, aunque se lo mandase el nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.

-Toma, perdida –dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera-, aquí tienes tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez…, ¡hum!, a la otra…

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fue corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.

- Vicente Blasco Ibáñez 

Madrid en los años 20


https://travesiatrv.blogspot.com.es/


viernes, 17 de marzo de 2017

Un cuento inmoral



 Sale el actor por delante del telón, pausadamente.

¡Qué compromiso! Hay días en que se siente uno capaz de las mayores audacias, y nada le parece imposible.

Y es que yo soy así; hay dos palabras que me sublevan, me encienden la sangre y me obligan a sentirme capaz de todo: la palabra difícil y la palabra imposible. Basta que alguien diga de alguna cosa delante de mí: es difícil, es imposible, para que yo conteste al punto: No hay nada difícil, no hay nada imposible; yo hago eso; yo lo hago; se discute, se cruzan apuestas... yo me veo obligado a sostenerlas... y ya estoy metido en un lío... Y el de ahora es flojo.

Figúrense ustedes que alguien me dijo ayer: Tú que tienes tantas simpatías en el público, bastante autoridad y mucho desparpajo, o sea desahogo; vamos a ver, ¿a que no te atreves a presentarte al público y contarle un cuento... un cuento inmoral, uno de esos cuentos capaces, según frase consagrada, de ruborizar a un guardia civil. ¡Yo no sé qué motivo puede haber para que la Guardia Civil sea más refractaria al rubor que cualquier otro Instituto armado; el caso es que la Guardia Civil y los Carabineros comparten este privilegio. Pero no divaguemos. ¿Un cuento inmoral? ¡Imposible!, exclamaron varios; ya dije antes que la palabra imposible tiene el privilegio de encenderme la sangre. No hay nada imposible. Y quedo comprometido a contar el cuento. ¡Y qué cuento! Se eligió por sufragio en un café de camareras; las camareras tomaron parte en la votación y su voto decidió del resultado... ¡Valiente cuento! Las pobres chicas sólo le conocían por el título, y el título les engañó. (No es el primer título que las engaña.) Es un título tan inocente... parece de un cuento de niños... pero, sí, bueno está el cuentecito... Ya me lo dirán ustedes; sólo de recordarlo se me sube el pavo... Pero no hay nada imposible. Difícil, sí; a pesar mío debo confesar que hay algo difícil, y este es uno de los casos difíciles. Ya sé que ustedes creen seguramente que yo no me atrevo a contar el cuentecito; por eso están ustedes tan tranquilos y tan sentados, sin disponerse a despejar el teatro, no sin antes llamarme algo... Pero, ustedes no me conocen. Ustedes no saben de qué modo la palabra imposible excita mis nervios; todo el azahar del mundo no bastaría a calmarlos, como todo el azahar del mundo no bastaría a dar a mi cuento un aspecto inocente. Advierto que empiezan ustedes a ponerse serios; empiezan ustedes a temer que yo sea capaz de todo. Tranquilícense ustedes; yo contaré el cuento, no lo duden ustedes; pero mi apuesta no sólo consiste en contarlo, sino en que ustedes lo escuchen; porque, claro está que contarlo en el vacío no tendría dificultad ninguna, y ya dije que la palabra difícil me exaspera tanto como la palabra imposible.

Para que ustedes me escuchen, debo contar el cuento de cierta manera... Eso es lo difícil; pero no imposible. Advierto que ya están ustedes tranquilos; pensarán ustedes que, al fin y al cabo, el cuento no tendrá nada de particular... ¡Ah! El cuento es tremendo; capaz de ruborizar (me horripilan las frases consagradas) capaz de ruborizar a un acomodador del Salón de Actualidades. ¿Cómo contarlo sin que, al oírlo, las señoras no se levanten como un solo hombre y los caballeros, por galantería, no se crean en el caso de acompañarlas... y yo me quede solo, solo ante los acomodadores, que no serán tampoco tan ajenos al rubor como los del susodicho Salón, avezados al tango con todos sus pormenores? Pues bien; contaré el cuento, y lo contaré de tal manera que de ustedes exclusivamente dependa su inmoralidad. Si observan ustedes la actitud conveniente, si saben ustedes protestar en el momento oportuno, la inmoralidad habrá desaparecido como por encanto y cualquier novela de la Biblioteca Rosa será un cuento de Boccaccio comparada con mi cuento... Y va de cuento.

Este era un matrimonio, compuesto, como la mayor parte de los matrimonios, de una mujer, un marido y un... (ya se adelantan ustedes con malicia. ¿No les advertí a ustedes que de ustedes depende todo?). De una mujer, un marido y un niño de pocos meses, de muy pocos... Como en todos los matrimonios, la mujer no quería nada al marido... ¿Encuentran ustedes demasiado categórica mi afirmación? Pues bien; yo la sostengo y me ratifico. No hay matrimonio en que la mujer quiera al marido... ¿Se escandalizan ustedes? ¿Necesitan ustedes una prueba?... En este momento estoy seguro de que me escuchan infinidad de señoras casadas... Si hay una, una sola, que quiera a su marido, yo le ruego que se levante y que lo diga en voz muy alta: «Yo quiero a mi marido.» (Pausa.) ¿Lo ven ustedes? ¡Ni una sola! Ya dije a ustedes que de su actitud dependía la inmoralidad de mi cuento. ¿Puede darse nada más inmoral que entre una porción de señoras casadas no encontrar ni una sola que quiera a su marido? Gané mi apuesta. Y ahora soy yo el que se retira escandalizado.

- Jacinto Benavente


https://travesiatrv.blogspot.com.es/

miércoles, 15 de marzo de 2017

El asesino de familias


Apoyado en el tronque de un roble, el hombre le dio una última calada al cigarro y lo tiró al suelo. Mientras expulsaba el humo por la nariz, se quedó mirando la casa que tenía delante. Era la típica vivienda de una familia feliz. Tenía bicicletas en la entrada, una pelota perdida en el jardín y una pequeña piscina de plástico vacía y deshinchada. En el garaje, además de un monovolumen gris, había rastro de juguetes, dibujos y trastadas de los pequeños de la casa.

Pero no había ningún ruido en el interior. Eran casi las once de la mañana. Los niños debían estar en el colegio y el marido en el trabajo. La única que estaba ahí era la trabajadora madre haciendo las tareas del hogar. Haciendo las camas, por el trajín que se podía oír en el piso superior.

Se irguió y rebuscó algo que tenía en el bolsillo. Era un papel amarillo y arrugado. Lo desdobló con cuidado y leyó lo que ponía. Sin duda, ésa era la casa. Sintió lástima por la pobre señora que estaba en la casa y que, en realidad, no tenía nada que ver con todo este asunto. Casualidades del destino, quiso que fuese una persona inocente quien sufriría las consecuencias. Pero bueno, mejor ella que los críos, ¿no?

Se alisó la ropa, se repeinó el poco pelo que tenía y se acercó a la casa tranquila y pausadamente. Se puso delante de la puerta y llamó al timbre. Esperó unos segundos y volvió a llamar. Se oían pasos de la señora, seguramente ajetreada, bajando las escaleras y diciendo "¡Voy, voy!". Pobrecilla. No era culpa suya...

Pensó durante medio segundo en marcharse y no toparse con ella. No quería romper el seno de una familia feliz, por un simple encargo barato. A partir de hoy, seguramente, la vida de esos pobres desgraciados iría a peor. Peleas, divorcio, alcohol, drogas... el marido acabaría suicidándose en la habitación de un viejo motel de carretera, mientras la esposa, tendría que currar de camarera durante todo el día y hacer algún que otro servicio durante la noche para poder pagar la comida de sus hijos. Qué injusta era la vida. Aun así, la suya tampoco había sido fácil y tenía que enfocarla lo mejor posible. Alguien tenía que hacerlo y mejor que lo hiciera él a que se lo hicieran a él.

Notó a la mujer en la puerta, mirando por el mirador. Él puso la cara más inocente que se le ocurrió mientras sacaba su pesada arma del bolsillo del pantalón, apretándola con fuerza. Tenía que ser rápido y duro. No dejarse amedrentar por su mirada llorosa, por sus súplicas.

La puerta se abrió y vio a la mujer. Una mujer de cuarenta y cinco años con grandes ojos azules. Sus miradas se cruzaron y sus labios pintados de color rojo oscuro se movieron para decir algo... ¡pero no podía dejarla actuar! Si no, caería en su trampa. Tenía que ser más rápido que ella. Levantó rápidamente el brazo izquierdo e instintivamente, colocó la pierna derecha delante de la puerta para que fuese imposible cerrarla y dijo:

- Hola, ¿quiere una enciclopedia?

Paréntesis



https://travesiatrv.blogspot.com.es/

jueves, 9 de marzo de 2017

El árbol


Vivo en una casa no lejos de la carretera.

Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.

Cuando yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos.

Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.

Cuando yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.

Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela.

Recibí un escrito de la Autoridad. "Existe el peligro --decía el escrito-- de que un coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo".

Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé. Pero no acerté.

Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.

Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada.

No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando. ¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un accidente?

Y no les costaría nada, aparte de la munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?

Slawomir Mrozek


https://travesiatrv.blogspot.com.es/

miércoles, 1 de marzo de 2017

El interruptor de Marcelino

 
A los nueve años Marcelino se metió el dedo en el ombligo y descubrió, bien al fondo, un botón parecido a los que se usan para apagar la luz. Ni su mamá, ni su pediatra, ni él mismo lo habían visto nunca porque no podía verse: este interruptor estaba muy al fondo, solamente podía tocarse con la yema de los dedos. Ese día Marcelino estaba en la escuela y se preguntó qué pasaría si apretaba el interruptor. Fue un momento importantísimo de su vida. La maestra explicaba algo sobre las fracciones, y Marcelino hizo ¡clic! en el botón. Primero sintió un zumbido en la cabeza y después muchas ganas de vomitar. Tuvo que cerrar los ojos.

Ay, qué mareo —dijo Marcelino.

Respiró profundo y escuchó algo nuevo: el silencio absoluto. Le dio tanto miedo la ausencia de ruido que abrió los ojos rápido, y lo que vio fue increíble. ¡Nadie se movía en todo el salón! La maestra, los chicos, todos, estaban congelados igual que un video en pausa. A la señorita Inés le había quedado la boca abierta y miraba al frente, los árboles de la ventana tenían las ramas quietas, el polvillo de las tizas flotaba sin moverse y sus amigos parecían estatuas.

Tocó con la mano a Leandro, su compañero de adelante, y le pareció que su espalda era de mármol. Lo quiso empujar un poco y fue imposible: todos parecían clavados al suelo. Marcelino se asustó.

Señorita Inés, ¿qué está pasando? —preguntó, y su propia voz rebotó por las paredes del colegio.

Miró para todas partes sin saber qué hacer y de golpe se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Era una mezcla de miedo y culpa, porque pensaba que había roto algo y que todos estaban muertos.

Con la mano temblorosa de sus nueve años se levantó la camisa, metió otra vez el dedo en su ombligo, buscó el interruptor y lo apretó. ¡Clac! Fue instantáneo: la maestra volvió a hablar y a moverse, los ruidos de la calle entraron por la ventana, las hojas de los árboles se pusieron a bailar y los chicos siguieron escribiendo en sus cuadernos como si no hubiera pasado nada.

Marcelino respiró aliviado: por lo visto nadie se había dado cuenta del desastre. Sin embargo el corazón le latía muy fuerte y le dolía bastante la panza. «¿Qué tengo en el ombligo?», se preguntó asustado. «¿Qué me está pasando?».

A la salida de la escuela sus amigos lo invitaron a jugar a la pelota, como todos los viernes, pero Marcelino no se sentía bien.
Hoy no juego, estoy un poco descompuesto —les dijo.

Jugá de arquero —le propuso Leandro—, así no corrés.

Marcelino era espantoso en el arco, pero aceptó porque no tenía ganas de volver temprano a su casa. Se quedó quieto debajo de los tres palos, toqueteándose el ombligo y sin prestarle atención a ninguna jugada.

En el primer avance un rival astuto pateó desde lejos, porque vio a Marcelino en la luna, y la pelota voló por el aire. Se iba a meter en el ángulo y Marcelino no iba a llegar ni de casualidad, porque estaba otra vez investigando su ombligo. Quería probar de nuevo, a ver si pasaba lo mismo, así que pulsó otra vez el interruptor... y ¡clic! Todo se detuvo.

La diferencia fue que ahora, al aire libre, Marcelino no tuvo miedo: sabía que la pausa se podía deshacer. Entonces empezó a caminar tranquilo alrededor de los jugadores congelados. El delantero contrario tenía la pierna derecha levantada del patadón que había dado, los otros miraban la trayectoria de la pelota, había un avión clavado en una nube, una nena se había quedado en la mitad de un tobogán de la placita, y él era el único que podía moverse alrededor de las cosas quietas.

El silencio era de verdad impresionante, como si el mundo estuviera adentro de un frasco y todos los gorriones se hubieran quedado mudos. Le volvía a doler un poco la panza, pero miró el cielo y respiró feliz, porque ya no sentía miedo. Vio que la pelota estaba en el aire, casi a punto de caer bombeada al ángulo. Iba a ser un golazo, por culpa de su distracción.

¡Nada de golazo! —gritó de repente—. Ahora me puedo poner donde quiera.

Y caminó tranquilamente hasta el arco.

Esa fue la primera vez que Marcelino haría trampas con el interruptor de su ombligo. La primera de muchas trampas. Se acercó a la pelota con el puño izquierdo en alto para poder despejarla, y con la mano derecha apretó otra vez el interruptor.

Un solo ¡clac! y todo volvió a moverse: los jugadores, la nena del tobogán, el avión del cielo y también la pelota, claro, que pegó contra su puño izquierdo y salió al córner.

Leandro y los demás jugadores no lo podían creer:

¡Voló de palo a palo! —dijo uno.

¡Qué atajada, Marcelino! —gritó otro.

¡Llegaste tan rápido que ni te vi! —le dijo Leandro.

Esa tarde el equipo de Marcelino ganó 9 a 0. Él atajó seis penales en el primer tiempo y metió nueve goles en el segundo, todos de cabeza. O todos de ombligo, según de qué lado se mire.

Con el tiempo Marcelino dominó su nuevo talento y le encontró muchísimas ventajas. Cuando su mamá lo llamaba muy temprano para levantarse, por ejemplo, él se apretaba el ombligo y seguía durmiendo horas y horas. Después quitaba la pausa y salía de la cama despejado y con hambre.

¡Me emociona que te despiertes tan rápido sin quejarte! —le empezó a decir su madre, encantada del cambio de actitud.
Jamás estudiaba para los exámenes de la escuela. Solamente ponía pausa en su ombligo antes de empezar, miraba las respuestas en la hoja de la maestra, y se sacaba todos diez, uno atrás del otro.

Marcelino —le dijo un día el director—, desde mañana serás el abanderado. ¡Nunca habíamos tenido un alumno tan perfecto!

En pocos meses fue el mejor en cualquier deporte, el más admirado por las chicas del colegio, un alumno intachable y un hijo ideal. En realidad, se había convertido en un vago y en un tramposo experto.

Por eso cuando se hizo mayor llegó a ser primero diputado, después senador y más tarde presidente de la República. Un día, ya viejo y eternizado en el poder, se tocó el ombligo y dejó a su país en pausa durante varios años. Cuando los habitantes despertaron, Marcelino había desaparecido para siempre.

Orsai


https://travesiatrv.blogspot.com.es/