miércoles, 1 de marzo de 2017

El interruptor de Marcelino

 
A los nueve años Marcelino se metió el dedo en el ombligo y descubrió, bien al fondo, un botón parecido a los que se usan para apagar la luz. Ni su mamá, ni su pediatra, ni él mismo lo habían visto nunca porque no podía verse: este interruptor estaba muy al fondo, solamente podía tocarse con la yema de los dedos. Ese día Marcelino estaba en la escuela y se preguntó qué pasaría si apretaba el interruptor. Fue un momento importantísimo de su vida. La maestra explicaba algo sobre las fracciones, y Marcelino hizo ¡clic! en el botón. Primero sintió un zumbido en la cabeza y después muchas ganas de vomitar. Tuvo que cerrar los ojos.

Ay, qué mareo —dijo Marcelino.

Respiró profundo y escuchó algo nuevo: el silencio absoluto. Le dio tanto miedo la ausencia de ruido que abrió los ojos rápido, y lo que vio fue increíble. ¡Nadie se movía en todo el salón! La maestra, los chicos, todos, estaban congelados igual que un video en pausa. A la señorita Inés le había quedado la boca abierta y miraba al frente, los árboles de la ventana tenían las ramas quietas, el polvillo de las tizas flotaba sin moverse y sus amigos parecían estatuas.

Tocó con la mano a Leandro, su compañero de adelante, y le pareció que su espalda era de mármol. Lo quiso empujar un poco y fue imposible: todos parecían clavados al suelo. Marcelino se asustó.

Señorita Inés, ¿qué está pasando? —preguntó, y su propia voz rebotó por las paredes del colegio.

Miró para todas partes sin saber qué hacer y de golpe se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Era una mezcla de miedo y culpa, porque pensaba que había roto algo y que todos estaban muertos.

Con la mano temblorosa de sus nueve años se levantó la camisa, metió otra vez el dedo en su ombligo, buscó el interruptor y lo apretó. ¡Clac! Fue instantáneo: la maestra volvió a hablar y a moverse, los ruidos de la calle entraron por la ventana, las hojas de los árboles se pusieron a bailar y los chicos siguieron escribiendo en sus cuadernos como si no hubiera pasado nada.

Marcelino respiró aliviado: por lo visto nadie se había dado cuenta del desastre. Sin embargo el corazón le latía muy fuerte y le dolía bastante la panza. «¿Qué tengo en el ombligo?», se preguntó asustado. «¿Qué me está pasando?».

A la salida de la escuela sus amigos lo invitaron a jugar a la pelota, como todos los viernes, pero Marcelino no se sentía bien.
Hoy no juego, estoy un poco descompuesto —les dijo.

Jugá de arquero —le propuso Leandro—, así no corrés.

Marcelino era espantoso en el arco, pero aceptó porque no tenía ganas de volver temprano a su casa. Se quedó quieto debajo de los tres palos, toqueteándose el ombligo y sin prestarle atención a ninguna jugada.

En el primer avance un rival astuto pateó desde lejos, porque vio a Marcelino en la luna, y la pelota voló por el aire. Se iba a meter en el ángulo y Marcelino no iba a llegar ni de casualidad, porque estaba otra vez investigando su ombligo. Quería probar de nuevo, a ver si pasaba lo mismo, así que pulsó otra vez el interruptor... y ¡clic! Todo se detuvo.

La diferencia fue que ahora, al aire libre, Marcelino no tuvo miedo: sabía que la pausa se podía deshacer. Entonces empezó a caminar tranquilo alrededor de los jugadores congelados. El delantero contrario tenía la pierna derecha levantada del patadón que había dado, los otros miraban la trayectoria de la pelota, había un avión clavado en una nube, una nena se había quedado en la mitad de un tobogán de la placita, y él era el único que podía moverse alrededor de las cosas quietas.

El silencio era de verdad impresionante, como si el mundo estuviera adentro de un frasco y todos los gorriones se hubieran quedado mudos. Le volvía a doler un poco la panza, pero miró el cielo y respiró feliz, porque ya no sentía miedo. Vio que la pelota estaba en el aire, casi a punto de caer bombeada al ángulo. Iba a ser un golazo, por culpa de su distracción.

¡Nada de golazo! —gritó de repente—. Ahora me puedo poner donde quiera.

Y caminó tranquilamente hasta el arco.

Esa fue la primera vez que Marcelino haría trampas con el interruptor de su ombligo. La primera de muchas trampas. Se acercó a la pelota con el puño izquierdo en alto para poder despejarla, y con la mano derecha apretó otra vez el interruptor.

Un solo ¡clac! y todo volvió a moverse: los jugadores, la nena del tobogán, el avión del cielo y también la pelota, claro, que pegó contra su puño izquierdo y salió al córner.

Leandro y los demás jugadores no lo podían creer:

¡Voló de palo a palo! —dijo uno.

¡Qué atajada, Marcelino! —gritó otro.

¡Llegaste tan rápido que ni te vi! —le dijo Leandro.

Esa tarde el equipo de Marcelino ganó 9 a 0. Él atajó seis penales en el primer tiempo y metió nueve goles en el segundo, todos de cabeza. O todos de ombligo, según de qué lado se mire.

Con el tiempo Marcelino dominó su nuevo talento y le encontró muchísimas ventajas. Cuando su mamá lo llamaba muy temprano para levantarse, por ejemplo, él se apretaba el ombligo y seguía durmiendo horas y horas. Después quitaba la pausa y salía de la cama despejado y con hambre.

¡Me emociona que te despiertes tan rápido sin quejarte! —le empezó a decir su madre, encantada del cambio de actitud.
Jamás estudiaba para los exámenes de la escuela. Solamente ponía pausa en su ombligo antes de empezar, miraba las respuestas en la hoja de la maestra, y se sacaba todos diez, uno atrás del otro.

Marcelino —le dijo un día el director—, desde mañana serás el abanderado. ¡Nunca habíamos tenido un alumno tan perfecto!

En pocos meses fue el mejor en cualquier deporte, el más admirado por las chicas del colegio, un alumno intachable y un hijo ideal. En realidad, se había convertido en un vago y en un tramposo experto.

Por eso cuando se hizo mayor llegó a ser primero diputado, después senador y más tarde presidente de la República. Un día, ya viejo y eternizado en el poder, se tocó el ombligo y dejó a su país en pausa durante varios años. Cuando los habitantes despertaron, Marcelino había desaparecido para siempre.

Orsai


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